39 Susurros

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Dolor.

Mucho dolor.

El mundo zumbaba, la marea subía y bajaba a su alrededor, llevándola entre sus aguas tempestuosas. Karin no tenía idea de cuándo había sido la última vez que había estado en el mar, pero recordaba lo mal que solía ponerse cuando navegaba en la pequeña lancha que su padre había comprado en un remate; se le contraía el estómago, le dolía la cabeza, se le acalambraban los pies, las piernas, los brazos, y se paralizaba como una estatua mal cincelada, esperando morir ahogada en cualquier momento. Le había pasado de pequeña y de adolescente. Le pasaba ahora, que su cerebro flotaba entre la espuma de las olas, y los ojos le pesaban una tonelada.

Se hubiera entregado eternamente a las cadenas de la inmovilidad y el pánico, escondida bajo la oscuridad de sus párpados cerrados, sino hubiera reconocido la pequeña voz que lloraba al fondo de la densa neblina que abotagaba su cabeza, en algún rincón fuera de los egoístas confines de sus pesadillas.

Abrió los ojos entonces. Lo primero que miró fue un afilado trozo de vidrio en el que pudo distinguir vagamente el reflejo torcido de su rostro. Hubiera aterrizado poco más a la derecha y Karin no habría despertado nunca más. Se sentó con pesadez, sintiendo en la boca el gusto a sangre y la cadera extraña. Había quedado entre el volante, el vidrio frontal aplastado contra el suelo y el tablero. Al voltear, apurada por la urgencia de encontrar a su hermano, se le heló la sangre cuando miró los dos pequeños bultos medio ocultos entre los restos de los asientos y una bolsa de equipaje.

—Rod... —llamó primero con voz casi afónica. Se había llevado un golpe en la garganta y la hinchazón apenas le permitía respirar—. ¡Rod! ¡Rod! ¡Rodolfo! —exclamó, moviendo uno de los pequeños bultos.

El niño reculó, devolviéndole la vida a Karin al instante. Después lo hizo Nimes, a quien también abrazó. El cabello enmarañado y ensangrentado de la niña se le metió en la boca y le cosquilleó en la nariz, pero no le importó. Los sujetó con fuerza durante los eternos segundos que le tomó recordar que no estaban en la mejor de las situaciones para perder más tiempo, y continuó inspeccionando el interior retorcido del vehículo.

—¿Dónde está Geneve? —preguntó, buscando con tacto y vista—. ¿Geneve? ¡Geneve! —susurró.

—Karin —la llamó Rodolfo, señalando hacia la parte trasera de la camioneta.

Karin también lo miró.

Un pie.

Pensando lo peor, gateó hasta el tenis que en mejores tiempos había sido blanco y volvió a experimentar un alivio enorme cuando descubrió que el pie estaba aún unido a una pierna, y ésta a un cuerpo. Sacudió ligeramente a Geneve. Al sentir viscosidad, levantó las manos y miró el reflejo oscuro de la sangre escurriendo entre sus dedos.

—Estarás bien —murmuró—. Geneve, debemos irnos... Estarás bien.

La chica tosió y comenzó a moverse. Karin la ayudó a sentarse, mordiéndose los labios cuando Geneve gritó. Le salía mucha sangre de alguna parte del cuerpo, quizás del torso.

—Debemos irnos, Geni. Atenderemos tus heridas una vez que estemos...

—Karin... Karin, están aquí —gimió Rodolfo al fondo—. Están aquí.

—Van a comernos —murmuró Nimes muy tranquila, con la vista perdida al frente.

Pies, muchos de ellos, rodearon el vehículo volcado en menos de un minuto. Karin ayudó a Geneve a llegar al centro para alejarla de las aberturas por donde los enfermos ya colaban las manos e intentaban alcanzarlos. Hurgó entre las cosas tiradas y encontró una de las tabletas digitales con las que Rodolfo se entretenía. Tenía la pantalla trizada pero aún funcionaba. Encendió la lámpara y continuó buscando entre las cosas, ignorando la sangre embarrada en todos lados y el pálido rostro con el que Geneve, a un minuto de la inconsciencia, la veía. Todos tenían aspecto de haber pasado por una centrífuga y haber sido escupidos al último momento.

Los Susurrantes (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora