34 Susurros

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Karin detuvo lentamente el vehículo al encontrarse con la barricada que la última resistencia contra la letal infección había levantado en medio del último tramo que conectaba la carretera con los inicios de la ciudad. Un enorme letrero de «Está entrando a Monte Morka» estaba medio inclinado en un tramo del arcén, con sus patas metálicas dobladas contra el esqueleto incinerado de un vehículo. A unos cien metros detrás de eso estaba un remolque volcado, sus hileras de llantas yacían al aire como el cadáver de una cucaracha. En Monte Morka el cielo estaba despejado. Se respiraba un aire tan frío como en Palatsis y los vidrios estaban comenzando a congelarse, pero el estado de la tierra decía que no había llovido en días, y que quizás no lo hiciera en unos cuantos más.

Detrás del remolque podía verse la ciudad. Sus edificios se levantaban como palitos negros contra el horizonte púrpura de la noche. Tampoco había electricidad. Tal vez no la habría en ningún lado que no se autoabasteciera para esas alturas. Una parte de Kaltos agradecía por ello puesto que su visión ya excelente se hacía perfecta en la oscuridad. Era su lado humano, que aún no moría del todo y que quizás jamás lo haría, el que siempre había disfrutado de la luz.

Los costados de la carretera estaban flanqueados por enormes rocas y montañas, por lo que solo quedaba continuar hasta intentar cruzar por una pequeña abertura que se miraba a un lado de la cabina del remolque o dar la vuelta, conducir unos cuantos kilómetros desandando la carretera y girar en la intersección para tomar camino hacia otra entrada más al sur. El problema era que podía encontrarse en un estado similar, o incluso peor.

El otro problema era que Kaltos no tenía ninguna dificultad para bajarse y entrar a la ciudad a pie, caminando entre los muertos, pero sus... amigos sí.

Amigos.

No tenía idea de la última vez que esa palabra había salido de sus labios o que había siquiera cruzado sus pensamientos. Damus era su hermano, parte de su vida y una enorme porción de su universo y existencia mismos, pero no pensaba en él como un amigo.

La longevidad le había enseñado que los amigos no existían no porque la gente fuera desleal o traicionera, sino porque morían.

Todos morían excepto Kaltos y Damus.

Abrió la puerta, notando el sobresalto que sacudió a cada uno de sus acompañantes. Él volteó a mirarlos sobre su hombro.

-Iré a echar un vistazo. -Sacó de entre sus ropas un pequeño comunicador y se lo mostró a Karin antes de ponérselo dentro del oído. Podía simplemente informárselo telepáticamente, pero le gustaba usar esas cosas, sentirse un poco más común como todos ellos-. Te informaré lo que veo con esto.

-Sí -dijo Karin con las manos tensas en torno al volante-. Para ti los muertos no son ningún problema.

-No.

-Pero los vivos sí. Recuerda que pudieron haberse adelantado. Quizás ellos volcaron el remolque -aseveró ella.

-Lo tendré en cuenta -respondió Kaltos echando a andar con dirección al remolque.

Sus sentidos no le decían mucho. Había sonidos que podía percibir con su excelente oído, pero nada que lo alertara. Las rocas a ambos lados de la carretera dibujaban sombras torcidas sobre el pavimento. Se topó con un charco de sangre seca que el paso de los días y del inestable clima no había podido borrar. De la criatura que lo había derramado no había rastro. Al llevar al remolque, se recargó en la defensa delantera. Podía moverse más rápido y hacer todo con más discreción, pero disfrutaba en cierta forma percibir el entorno como una persona más normal, algo que no sería de nuevo y que, sinceramente, tampoco anhelaba mucho.

Le gustaría volver a estar bajo un cielo azul y límpido, con un sol enorme y resplandeciente sin sentir dolor, pero no lo cambiaría por sobre la eternidad a la que ya se había acostumbrado y que no vivía tan solo porque Damus siempre había estado con él.

Echó un último vistazo hacia los dos vehículos que aguardaban en el centro de la carretera, cubiertos por las sombras de las rocas, y avanzó. No bien giró para dejar atrás la cabina del remolque, se topó de frente con cientos, sino es que miles de alienados seres atrapados detrás de una alambrada que se movían apretadamente chocando entre ellos, y que voltearon a verlo con ojos brillantes cuando una pequeña piedra se desprendió de una de las llantas del remolque y cayó al suelo con un chasquido, cruzando una pequeña línea dibujada con tiza roja que dividía ese último tramo de la carretera.

Y el remolque explotó.

Los Susurrantes (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora