40 Susurros

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La cantidad de infectados era descomunal. Imposible quitarlos a todos a empujones. Kaltos intentó abrirse paso por la fuerza, pero por cada uno que retiraba, dos más llegaban a tomar su lugar, impidiéndole el paso. Las criaturas rodeaban el vehículo inmersas en un frenesí de irá y deseo. No les importaba destrozarse las manos arrancando pedazos de hojalata para abrirse paso, aplastarse entre ellas o perder los dientes retirando los escombros a dentelladas. Querían lo que había dentro. Lo querían ya.

El metal del chasis se balanceaba peligrosamente, rechinando contra el suelo con un crujido amenazante. La desesperación en Kaltos aumentó cuando constató que era incapaz de sentir ningún pensamiento proyectarse desde el interior del vehículo. Si los había, estaban ahogados en la marea de dementes criaturas que lo infestaban todo. De lo contrario estaban muertos. Los humanos que había intentado proteger estaban muertos y no sabía por qué eso le causaba un pesar casi tan grande como la incertidumbre de no conocer el paradero de su hermano.

Algo se metió en su camino y lo hizo caer de bruces y casi ser pisoteado. Para sostenerse, se aferró del cuerpo herido y maloliente de un hombre que se apretujaba contra la pared de carne y huesos que bloqueaba el paso. Kaltos se puso de pie y empleó más fuerza para empujarlos. Dos, tres embestidas y una decena de cuerpos cayeron sobre los demás, abriendo una brecha que se llenó rápidamente por más bultos suplicantes y desesperados.

—¡Muévanse, maldita sea! —gritó cuando la desesperación lo traicionó.

Con un crujido, la camioneta se sacudió con fuerza y terminó de doblarse un poco más sobre sus torcidos restos de metal, arrancando de Kaltos otra una maldición que se ahogó entre el desafinado coro de susurros y gemidos que ensordecía sus sentidos. Era como moverse contra la corriente de un río embravecido; sus brazos y sus piernas se esforzaban por avanzar, pero su cuerpo permanecía estático, sus oídos abotagados por las voces, sus pensamientos llenos de todos esos otros que los invadían sin permiso ni piedad.

Tomó a un alto hombre por la capucha de una maltrecha sudadera y tiró de él para quitarlo del camino. La criatura se sacudió con un rugido y luchó por recuperar su lugar. Por un momento, a Kaltos le dio la equivocada impresión de que la criatura incluso lo miró con un odio consciente de lo que ocurría, y de que lo que intentaban alejarlo era de su próxima cena.

Entonces chasqueó el primer disparo, no espantando ni un poco a la multitud, sino todo lo contrario. Los susurrantes gritaron, alebrestados por el sonido, y reforzaron sus embestidas.

Alimento.

Comida.

Satisfacción.

Saciedad.

Kaltos no podía escuchar las palabras propiamente formuladas, pero percibía en los deseos y los impulsos de las criaturas que eso era que sentían. El anhelo de tener una vez más entre sus dientes la carne cálida, la sangre dulce, de una persona sana, de alguien completamente vivo, que al morir lo haría con dolor, lo haría para alimentarlos a ellos.

Kaltos sacudió la cabeza, deshaciéndose de todos esos pensamientos invasores que entraban por la fuerza, y trató de ampliar el alcance de sus propios pensamientos hacia Karin. Intentó llamarla una y otra vez, pero no era ella la que contestaba. Eran ellos. Todos ellos. Estaban por todos lados, proyectaban a su mente sus últimos minutos con vida, los rostros deformados de las personas que amaban o de las que habían muerto odiando. Sus voces cimbraban con un susurro que rápidamente se convertía en un canto diabólico.

Estaban ahogándolo.

—Karin —llamó con su voz.

¿Si no podía mantenerla a salvo a ella, una simple humana, qué esperanzas tenía de recuperar a su hermano?

Los Susurrantes (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora