52 Susurros

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Kaltos pasó los dedos suavemente a lo largo del cristal de la jaula mientras caminaba. Al otro lado de la fría barrera traslúcida, la criatura de ojos saltones y boca abierta que permanecía congelada en una incómoda posición sobre sus rodillas, con la espalda encorvada y las manos estiradas a los costados, lo siguió con la mirada. Uno a uno, los movimientos de Kaltos fueron registrados por el otrora humano, hasta que sus ojos no pudieron moverse más y temblaron al borde de sus cuencas, empezando a gotear lágrimas de sangre.

Así como ese, los había en distintas posiciones a lo largo de la habitación. Todos con tubos incrustados en las bocas y en sus orificios más íntimos. Sentados o de pie mientras eran sujetos por cadenas; recostados, inclinados o colgando de cabeza por ganchos que les perforaban la piel hasta ponerles la carne morada. Sangraban de las heridas y el vómito nauseabundo les escurría por entre las comisuras de los labios con un goteo interminable. La edad parecía haberse esfumado de sus rasgos, también el género. Para esas alturas carecían de distinción alguna que los identificara como nada más que criaturas deprimentes que habían tenido la desgracia de pender entre la delgada línea de la muerte y la vida, perdidos en un limbo del que solamente podrían escapar siendo destruidos.

Los cubículos de vidrio conformaban el largo de un pasillo iluminado por un fulgor mortecino que en ratos parecía azul y en otros gris. El suelo de malla, cubierto de aserrín, revelaba lo difícil que era mantener a los susurrantes limpios, aunque se las apañaban. Algunos de ellos no tenían cadenas, solo tubos y manguerillas insertadas en el cuerpo. Todos, sin embargo, tenían las cabezas rapadas y atiborradas de cables y manguerillas que proyectaban lecturas indescifrables en las pantallas virtuales que flotaban frente a los cristales.

Hacía frío allí dentro. Tanto o más del que hacía en el patio.

Kaltos volteó cuando escuchó un sonido al final del pasillo.

Uno de los especímenes intentaba inútilmente liberarse de los grilletes que le sujetaban las manos a la espalda. Al mirar a Kaltos, la criatura se puso a gorgotear. El sonido, que en otro momento hubieran sido palabras, salió deforme y acuoso debido al tubo que le invadía la garganta. Cuando se acercó, el vampiro lo miró sacudir la cabeza hasta que alcanzó el vidrio y comenzó a golpearlo con la frente, reventándose la piel, luego se detuvo, tan pronto algo siseó entre la maquinaria que pendía por encima de las jaulas y una sustancia se drenó en el interior de un tanque para posteriormente descender por la manguera conectada a la nuca de la criatura. Solo sus ojos permanecieron clavados en Kaltos después de eso, saltones e inyectados en sangre como los de los demás.

Kaltos presionó la mano contra el cristal a manera de despedida cuando echó a caminar. Imaginar que su hermano compartía un destino similar lo desolaba.

La siguiente puerta que cruzó no trajo sorpresas menos impactantes.

Cuneros de vidrio, decenas o tal vez cientos de ellos, se extendieron frente a él en hileras que parecían interminables, pues continuaban hasta perderse al otro lado de la extensa habitación como si la lógica dimensional no aplicara allí dentro. Kaltos acortó la distancia con el más cercano y echó un vistazo en el interior, esperando encontrar alguna criatura deforme y monstruosa. Lo que lo recibió fue un gemido y una cara regordeta de piel oscura que se ensanchó un poco más cuando le regaló una sonrisa sin dientes.

Era un bebé. Uno normal.

Todos eran bebés, de diferentes razas y géneros, aunque tamaños similares, alineados perfectamente dentro de sus pequeñas prisiones de vidrio mientras dormían o manoteaban en un intento fútil por llamar la atención. Y eran normales como el primero. La raza humana ya le había demostrado demasiadas vilezas a Kaltos como para llevarlo a pensar que mantenían a esos bebes a salvo para cuidarlos y resguardarlos el resto de sus vidas por un gesto altruista.

Los Susurrantes (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora