48 Susurros

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Karin abrió la puerta con precaución cuando una camioneta oscura se estacionó afuera de la pequeña clínica veterinaria donde se habían mudado después de que Kaltos les informara sobre sus planes y encontraran juntos un sitio más seguro. No había necesitado decirles mucho para saber de qué se trataría todo; Kaltos y Nimes se entregarían cambio de un médico e inmunidad. Rodolfo estaba desconsolado desde entonces, pero comprendía que Nimes no correría ningún peligro mientras fuera devuelta a su familia, y estaba aceptándolo con mucha entereza.

Karin era la que no podía mantenerse quieta desde entonces. Kaltos se había ido poco más de media hora atrás, llevándose a la niña, y la tensión en el ambiente había crecido tanto que sentía los pelos de punta y los hombros agarrotados.

La calle estaba despejada. Karin dejó la puerta entreabierta detrás de ella cuando decidió dar un par de pasos sobre la banqueta, siempre con la guardia en alto. Había aprendido muchas cosas sobre la infección desde que ésta había comenzado, y la principal de ellas era lo impredecibles que podían ser los enfermos. Podían brotar de entre los resquicios más insospechados de un segundo a otro convertidos en un coro de gemidos y gritos, o moverse tan silenciosos como una maldita serpiente.

La brisa se amainó un poco. La insoportable sensación de estar siendo observada no. Cada ventana reventada ocultaba voces y ojos que se movían como espectros acechantes. Cada callejón guardaba sorpresas letales, ya fuera en la forma de un hombre enfermo o de uno armado hasta los dientes que podía descender del vehículo.

Podía ser una trampa.

Quizás era una trampa.

Aferró el rifle entre sus manos, lista para disparar ante el menor avistamiento de problemas.

Alguien gritó al otro lado de la calle. Una risa contestó en la esquina contraría. Karin tranquilizó el violento latir de su corazón y retrocedió con precaución. Una sonata de chillidos cortos anunció el rondín despreocupado de alguna pandilla de animales. Coyotes, lobos, carroñeros de cualquier calaña.

Esperó discretamente hasta que la puerta del conductor del vehículo se abrió. Las ventanas de la camioneta estaban polarizadas, pero la silueta que se movía adentro era demasiado humana como para ceder a las tenebrosas fantasías de su imaginación. Los infectados no podían conducir. Habían perdido la capacidad de hacerlo.

Salió primero un pie cubierto por una bota que salpicó en un charco. Karin hizo chasquear el arma cuando afianzó su puntería. No le extrañó la mano enguantada en cuero café que se asomó al otro lado de la puerta, extendida y abierta para mostrarse inofensiva.

—Espera, soy el médico —dijo la joven y grave voz de un hombre—. Me dieron estas coordenadas. Recibí órdenes de auxiliar a un civil herido.

Karin continuó apuntando por unos segundos más antes de desviar el cañón del arma hacia el suelo y enderezar la espalda.

—¿Cómo te llamas?

El soldado terminó de abrir la puerta con movimientos lentos. Se asomó un rostro moreno, de ojos claros, que la analizó con la misma agudeza con la que ella lo analizaba a él.

—Renai, pero suelen decirme Reno —contestó él—. Reno Quintal.

—Bueno, Reno, yo soy Karin —se presentó Karin sin mucho preámbulo. Señaló al interior de la clínica con la cabeza—. El herido es una mujer, una adolescente, se llama Geneve. Antes de dejarte entrar, necesito que me des las llaves de tu vehículo y tus armas.

—¿Qué?

—Las llaves. Dámelas —repitió Karin con aplomo. Se hizo a un lado para que Lex asomara del interior del pasillo que conectaba la clínica con el patio y la puerta del exterior—. Y a él dale tus armas, si traes alguna.

—En un mundo como este es más que necesario estar armado —comenzó a protestar Reno.

Sus ojos verdes se entornaron de un rostro a otro, pero la siguiente protesta murió en sus labios cuando los gritos y las risas en ambas esquinas de la calle cobraron la forma de dos figuras tambaleantes que empezaron a acercarse.

Reno se apresuró a sacar dos enormes mochilas del interior del vehículo al tiempo que le arrojó las llaves a Karin y ella las atrapó en el aire.

—Carajo... Mierda —masculló el médico. Se colgó una de las mochilas en el hombro y la otra la dejó caer en el suelo. Las criaturas dejaron de andar para echar a correr en cuanto los avistaron a ellos en medio de la cuadra—. Toma, toma, toma... Toma —siseó, sacándose la escuadra que llevaba en el cinto para arrojársela a Lex. Después tomó el rifle automático que llevaba en la parte trasera del vehículo y se lo pasó a Karin.

Los tres entraron a la clínica justo en el momento en el que los infectados llegaron y se estrellaron contra la lámina de la puerta. Sus gritos y lamentos fueron tan ensordecedores y terroríficos como sus puños aporreando el metal. Pero más siniestro era el panorama interno de la clínica en la forma de un largo pasillo sembrado de jaulas que aún tenían a sus huéspedes en sus interiores. Karin prefería fingir que no veía los bultos secos, llenos de pelo y hueso que alguna vez habían sido exuberantes mascotas.

Le pasó el rifle de Reno a Lex y ella tomó una mochila que había dejado apoyada contra la pared cuando Kaltos se había marchado con Nimes.

—No pierdan tiempo. Ayuden a Geneve —les indicó. Volteó hacia Lex—. Cuida de Rodolfo, por favor.

—Karin, tal vez sea necesario que...

—Por favor, Lex.

Lex se quedó contemplándola por un momento y terminó por asentir.

—¿Pero es necesario que vayas sola? ¿Siquiera sabes a dónde vas a ir?

Sí, lo sabía. Kaltos no había sido muy preciso con las ubicaciones, pero había bastado que dijera un par de palabras para que Karin se apresurara a echarle un vistazo a uno de los mapas doblados que siempre llevaba con ella y ubicara algunos sitios muy interesantes en Bajamia, especialmente aquel que estaba en las afueras de la ciudad, disfrazado como una facilidad de investigaciones especializadas en el suelo y sus minerales.

Karin abrió la boca para contestar.

—No. —Pero fue la voz de Fred al fondo la que habló. Todos voltearon en su dirección. El hombre salió con un rifle en la mano y un chaleco antibalas debajo de la chamarra que lo hacía ver dos veces su tamaño—. Yo iré con ella.

Karin dejó salir un suspiro y se frotó la frente con una mano. Empezaba a imaginar cómo se sentía Kaltos cuando interferían en sus planes.

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N/A: Revisé y noté que este fragmento también es cortito, así que lo edité rápidamente :) Como el de mañana sí es largo, solamente subiré uno.  Ya solo nos quedan unas cuantas actualizaciones más y terminamos. ¡Vaya!

Los Susurrantes (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora