12 Susurros

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Seguir el rastro de Karin y los demás no fue tan complicado como Kaltos había pensado. Fue lento, sí, porque Fred no podía moverse como lo hacía un hijo de la noche y debían rodear cuadras infestadas de susurrantes para evitar que lo atacaran, pero Kaltos se las había ingeniado para encontrar las pistas necesarias que lo habían guiado por la misma dirección que el grupo de Karin había tomado.

Con lo que no había contado, y que le había recordado todo lo que estaba en juego si continuaba distrayéndose de su objetivo, que era encontrar a Damus, fue con el convoy de militares fuertemente armados que estaba estacionado afuera de una licorería. Kaltos y Fred los observaron por algunos minutos, parapetados detrás de una trinchera conformada por sacos de tierra y un vehículo incinerado. Los humanos uniformados trabajaban en absoluto silencio mientras llevaban y traían cajas, y otros más vigilaban. Sus siluetas oscuras se perfilaban bajo la luz de la luna, que ocasionalmente asomaba entre las carpetas de nubes.

«Esos perros jamás nos ayudarían», llegó el pensamiento de Fred a su mente, tan nítido como si hubiera sido propio. «Sería mejor no llamar su atención. Han matado a tanta gente buena e inocente solo para quitarles sus cosas».

-Deberíamos rodear -murmuró Fred entonces, volviendo lentamente a su personalidad templada y razonable. Kaltos lo miró de reojo para hacerle entender que lo escuchaba-. En otro momento los militares serían de ayuda, pero ya no. Ahora cada quien está por su cuenta.

Tres soldados salieron con cajas entre los brazos. Licor sin duda, y en abundantes cantidades.

-Su base está cerca de la ciudad -comentó Kaltos-. He pensado buscar a mi hermano ahí.

-No te recomiendo que lo hagas. A menos que tu hermano sea militar, dudo que esté ahí. Ellos ya no ayudan a nadie. Por el contrario, he sabido de casos en los que despojan a la gente de las cosas que hoy son de valor, como la comida, la medicina y el agua, y a veces las matan para evitar futuras represalias.

-Quítale al humano lo poco que le da civilidad, como la tecnología y la ley...

-Y queda la misma panda de salvajes (y caníbales) que éramos hace miles de años -suspiró Fred-. Hasta antes de que todo se fuera al carajo, estábamos entrando en una nueva era de oscurantismo bastante peligrosa. Los linchamientos por redes sociales eran todo un caso.

Kaltos volvió la vista al frente cuando otro soldado salió con una caja de plástico cargada de botellas de vidrio que acomodó en el interior del vehículo. De haber estado solo, no habría dudado en acercarse para tomar a uno de ellos e inspeccionar a fondo sus pensamientos. Por desgracia, Fred necesitaba de él, y Kaltos quería ponerlo a salvo por mucho que intentaba convencerse que no le importaba el bienestar de nadie más que él mismo y su hermano.

-Deberíamos irnos -insistió Fred, inspeccionando el ancho de la calle con ojos muy abiertos.

Se marcharon, sí, pero no sin que Kaltos mirara una última vez hacia el convoy y reconociera a los dos soldados de antes. La mujer rubia y el hombre de piel oscura compartían un cigarro sobre la banqueta mientras los demás cargaban las cosas. Eran los que habían hablado y pensado sobre los congéneres de Kaltos. También habían visualizado perfectamente al hombre que se encargaba de la situación. Un General. Un humano con pinta de inteligente que, sin embargo, estaba metiéndose en asuntos que terminarían por estallarle en la cara, como ya había ocurrido con los que habían creído que experimentar con la naturaleza era sabio y habían desatado un caos mundial.

Porque Kaltos estaba seguro de que los humanos eran los culpables de su propia desgracia.

-Kaltos -susurró Fred, ya al otro lado de la trinchera-. Debemos irnos. Los infectados salen de la nada y esos cabrones están haciendo mucho ruido.

Pues sí. Acompañar al humano debía hacerse primero.

Carajo.

Les daría una noche más. Solo una. Seguro que Damus lo entendería cuando Kaltos le contara toda su travesía.

Los Susurrantes (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora