54 Susurros

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Ningún lugar era seguro. Abel deambuló como un alma en pena por la carretera. Se detenía ocasionalmente a mirar la lejanía. El brillo de la ciudad al otro lado del abismo era seductor. Lanzaba promesas que entraban directamente en sus venas con el deseo insano de llenar su cuerpo del calor de la sangre. Ese maldito líquido prohibido que de ahora en adelante profanaría sus labios, su paladar, sus sentidos por completo, convirtiéndolo en la misma bestia que había acusado a Kaltos de ser.

Tenía miedo.

Terror.

Había empleado una fuerza de voluntad inhumana para contenerse y no lanzarse a la yugular de Karin y su acompañante. Quizás la razón había ganado únicamente porque Abel sentía que necesitaría de esa mujer en un futuro, o porque aún no quería dejar morir a los últimos vestigios de su humanidad. Pero no sabía cómo podría contenerse una vez que estuviera cerca de Nimes. Cómo controlaría el ansia que le impedía pensar y lo urgía a satisfacer la ahora necesidad más básica de su organismo.

Se detuvo sobre una roca achatada, aporreado incesantemente por la lluvia. Se acomodó un poco mejor el uniforme para cubrir la herida de su pecho. Tanto el accidente como Kaltos habían arruinado su ropa. En otro momento pasaría más por un pordiosero que por un sobreviviente de un accidente que en cierta manera había sido letal. Recordaba haber muerto, aunque no recordaba exactamente la sensación de estar muerto hasta antes de que una bocanada brusca lo regresara a la vida, sintiendo que vestía otra mente y otro cuerpos.

Se miró las manos de nuevo. Era él al mismo tiempo que era alguien más. Algo nuevo.

Había sido capaz de escuchar los pensamientos de Karin como si hubieran sido propios. ¿Sería así como los vampiros leían la mente? Ni siquiera había tenido que esforzarse. Había bastado con mirarla a los ojos para comprender todo lo que pasaba por su mente. El terror natural que ella había sentido hacia él había sido excitante, como un dulce acariciando suavemente su lengua, o la dulce composición de la sangre y la vitalidad que inyectaba en su cuerpo cuando la consumía.

Se llevó las manos a la cabeza, inclinándose al frente, y gritó, acompasado por los rayos y los relámpagos. Gritó tanto como le fue posible y sus pulmones se lo permitieron mientras se sacudía. Necesitaba claridad. Temple. Necesitaba recuperar a su nieta sin el temor a que la ponía en riesgo con su presencia.

Al erguirse, notó el sonido lejano de las aspas de un helicóptero rompiendo el susurro de la tormenta. Un trueno lo saludó cuando una viborilla de electricidad cortó el aire e impactó algún sitio entre la profundidad del abismo. No pasó mucho tiempo para que la redonda ave metálica apareciera cerca de él, camuflándose entre la espesura del agua.

El accidente había sido un par de kilómetros más atrás, en la carretera que ascendía al laboratorio de la montaña. Estarían buscando el todo terreno de Abel si las instalaciones científicas ya lo habían reportado como extraviado. Había pasado más de una hora desde que, se suponía, debían haber arribado a los laboratorios.

Sacó su comunicador del bolsillo del pantalón, lo movió un poco, despejándolo del agua que le caía en la pantalla, y se lo llevó al oído para dar unas rápidas palabras. La dirección del helicóptero no tardó en cambiar. El traqueteo de las aspas se volvió más fuerte hasta que opacó por completo el ronroneo de la tormenta y la silueta del vehículo apareció justo sobre él, formando un pequeño remolino a los pies de Abel.

—¡Señor! —lo saludó uno de los tres hombres que iban a bordo una vez que tocaron tierra y salieron, armados, a recibirlo—. Estuvimos merodeando la zona en busca del vehículo. Es un alivio encontrarlo a salvo.

Abel le dedicó una mirada por de más fría y lo pasó de largo para subir al helicóptero, escoltado por el otro soldado que también descendió. Una vez adentro, se puso la diadema que le ofrecieron y se cubrió los hombros con la cobija que el primer soldado le extendió.

—Los demás están muertos. No tiene caso ir por ellos. Y el prisionero escapó. Llévenme a la ciudad.

—Entendido, señor —respondió el Piloto—. ¿Desea pasar antes por las instalaciones para...?

—No. Quiero ir a la ciudad —lo interrumpió Abel.

No tenía idea de cómo dejar de ser humano si aún los necesitaba para continuar tejiendo su vida donde la había dejado un par de horas atrás, pero sabía que pronto tendría que alejarse de ellos y reiniciar como lo habrían hecho otros antes que él. Restaban pocas horas para el amanecer y no tenía idea de en dónde esconderse sin levantar sospechas. No era más un humano. No era más aquel hombre que batallaba para levantarse, que le dolía la cadera al caminar o que veía ante el espejo el paso incesante de los años reflejado en su rostro. No era más un General. No era humano.

Pero en ese instante nadie más que él lo sabía.

—El helicóptero que transportó a la Capitana Mariana y a mi nieta... —dijo, escuchando su voz mecanizada por el comunicador de la diadema.

Uno de los dos soldados sentados frente a él, con el rifle descansando sobre sus piernas, asintió seriamente.

—Arribó a la plataforma de la base hace más de una hora, señor. Sin ningún contratiempo a pesar de la tormenta.

La tormenta, sí, podía suponer un sinfín de contratiempos para vehículos de toda índole. Podría derribar a un helicóptero si el piloto no era lo suficientemente diestro. Pero ese no había sido el caso del vehículo que había transportado a Nimes. Su nieta estaba sana y a salvo.

El abismo debajo de ellos se abría como un manto de oscuro algodón mientras el helicóptero lo cruzaba, aporreado por la lluvia, intimidado por los relámpagos y las finas serpientes de electricidad que aguijoneaban el firmamento. No muchos minutos después de iniciado el viaje, los bordes electrificados y protegidos por gruesas murallas de metal y piedra de Bajamia asomaron ante la perfeccionada visión de Abel. Los reflectores se movían en todas direcciones, apuntando al acantilado y a las montañas que estaban a kilómetros de distancia. Vehículos y aerodeslizadores sobrevolaban los interiores, cerca del borde, como si al otro lado de la muralla el mundo jamás se hubiera detenido.

Abel le disparó un vistazo de reojo a los soldados, que veían por las ventanas con expresiones ausentes. No sabía cómo hacerlo de manera consciente, o cómo detenerlo, pero podía escuchar perfectamente las voces que hablaban suavemente dentro de sus cabezas, en sus mentes. Podía entender perfectamente lo que decían sin atreverse a ponerlo en palabras. Sus temores, sus preocupaciones, sus pesadillas cuando iban a la cama y el alivio agridulce que enfrentaban por las mañanas, cuando abrían los ojos para enfrentarse a un nuevo día lleno de incertidumbre y bestialidad.

Y el olor de sus cuerpos, de la sangre que había dentro de ellos y los mantenía con vida era embriagante. Irresistible.

Abel miró el borde de la ciudad quedar atrás cuando entraron a perímetro seguro después de pasar los controles aéreos. Un relámpago, sucedido de un trueno, parpadeó sobre ellos, volviéndolo todo blanco. La lluvia arreció. El helicóptero se preparó para aterrizar.

Cuando el siguiente trueno azotó los cielos, un chorro de sangre salpicó las ventanas desde el interior del helicóptero. La máquina comenzó a dar vueltas entonces, precipitándose a tierra en medio de un mar de alarmas, gritos y unas cuantas detonaciones que reventaron las ventanas y perforaron el chasis. Y al momento de chocar contra una cisterna cargada de combustible estacionada cerca de la pista de aterrizaje, estalló.

No hubo sobrevivientes humanos.

Los Susurrantes (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora