49 Susurros

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Estaba cerca. Podía sentirlo. No era la majestuosa silueta del edificio central la que hacía pulsar eso tan especial en sus sentidos, ni el frío de la tormenta dramatizando el que estaba por convertirse en el desenlace de su búsqueda. Era algo muy similar a lo que había pulsado dentro de él desde que había despertado a la inmortalidad, cientos de años atrás. Nunca había estado solo desde entonces. El enlace que había desarrollado con Damus los había mantenido siempre juntos aunque no estuvieran en un mismo lugar. Y en ese momento pulsaba más vívido, más sólido y real que nunca, reconociendo, llamando.

Descendió de la roca desde la que se había apostado a observar las instalaciones, cuidando de elegir el camino para mantenerse en las sombras aun cuando los relámpagos y los rayos se afanaban en exponerlo. Tenía la ropa y el cabello empapados. Sus botas chasqueaban a cada paso y amenazaban con resbalar cuando la superficie de la piedra no ofrecía fricción suficiente. Hacía frío, demasiado, pero su cuerpo no podía sentirlo, demasiado lleno del calor que había dejado en él la sangre que acababa de beber.

Desde su lugar, una colina que conformaba el pico de la montaña donde estaba ubicado el edificio y su enorme barda electrificada, podía distinguir el suave ir y venir de los guardias. Los reflectores se movían mecánicamente, dibujando líneas rectas en los arbustos y las rocas de un paisaje sembrado de charcos de lodo y restos. Kaltos terminó de descender derrapando un poco y corrió a través del pequeño sendero por el que los haces de las lámparas no alcanzaban a pasar, utilizando la velocidad de la que había sido dotado al renacer en las sombras.

Se pegó a la barda en un punto donde el viejo tronco de un árbol se torcía más allá de los altos alambres de púas electrificados y desde ahí observó a dos guardias rellenar sus vasos de café con un termo que uno de ellos había sacado de debajo de su impermeable. Estaban apretujados debajo de un pequeño toldo que los protegía de la lluvia, pero no de las violentas ráfagas de aire. Detrás de ellos se expandía el patio que, a diferencia de la base de Palatsis, no contaba con muchos vehículos estacionados, aunque estaba lleno de contenedores que parecían almacenar líquidos.

Kaltos esperó, agudizando el oído por sobre el siseo de la tormenta. Podía percibir también las fugaces oleadas de pensamientos que la mente desbocada de Abel enviaba en todas direcciones como una antena mal sintonizada, demasiado abrumado para comprender lo que estaba ocurriendo con su cuerpo, o por qué no estaba muerto; sabía que ya no era un humano, pensaba que lo había perdido todo y en su desesperación llamaba a Nimes una y otra vez.

«Aléjate de los humanos», fue todo lo que Kaltos le dijo cuando descubrió que a pesar de su neofitez, Abel logró percibirlo invadiendo su mente. El nuevo vampiro no pudo responder con palabras establecidas por un medio cuyo funcionamiento aún desconocía, pero su sentir fue demasiado palpable para no comprenderlo. Ira, odio, desprecio. Al igual que Kaltos había odiado a Raizill cuando había despertado al mundo de la oscuridad, Abel lo maldecía y aborrecía a él ahora.

Se llevó las manos a la boca para cubrir el vapor de su respiración. Eso solía ocurrir cuando el calor de su interior se hacía demasiado humano debido a la sangre. Invadió las mentes de los hombres sin que ellos lo notaran y logró visualizar el otro lado de la barda a través de sus ojos. Despejado. Las parejas de vigilancia estaban apostadas cada cien metros a lo largo de casi medio kilómetro de instalaciones.

Un relámpago iluminó la vastedad del paisaje montañoso. El cielo se caía en un llanto inconsolable que azotaba como el oleaje furioso del mar cuando Kaltos saltó hacia la copa hirsuta del árbol. Después se lanzó sobre los humanos, que cayeron muertos en el acto sobre los arbustos del exterior de la base.

Los vasos de café aún estaban vaciando su contenido en el suelo laminado cuando Kaltos estaba ya a los pies de la escalera que conectaba con el patio. Sus ojos percibían las sombras tan perfectamente como distinguían la luz. Antes de que el perro que tenían amarrado en el poste más cercano se alertara con su presencia, Kaltos lo puso a dormir con un truco que Damus le había enseñado para manipular animales agresivos, decidiendo que era la única criatura en toda esa facilidad que no merecía la muerte.

Los Susurrantes (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora