53 Susurros

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—Malina —murmuró Kaltos.

Se acuclilló frente a la jaula de cristal. La mujer al otro lado estaba desnuda, con grilletes que le aprisionaban la manos y las piernas, y un grueso tubo conectado en su pecho, a la altura de su corazón. Kaltos la reconocía. La había visto por primera vez doscientos años atrás, en una plaza de eventos a la que él y su hermano solían ir a cazar humanos ebrios o despistados. Malina había aparecido como una radiante morena de cabello largo y negro que había trenzado en algunas zonas y adornado en otras al estilo de las etnias indias; de grandes ojos oscuros, boca ancha y nariz pequeña, que se había movido entre la multitud de gente blanca anadeando como una reina. Se había fijado en ellos inmediatamente, pero se había negado a establecer contacto sino hasta varias noches después, denotando solamente con su presencia una fuerza y poder mental atemorizantes.

Kaltos sospechaba que Damus se había relacionado íntimamente con ella en algún momento, pero su hermano había callado el secreto como una tumba. Después todo quedó atrás cuando Malina desapareció sin dejar rastro y ellos habían tenido que moverse a otra región para continuar existiendo sin levantar sospechas entre los aún muy religiosos y aficionados humanos.

La criatura al otro lado del vidrio era la sombra de aquella diosa de fuego que Kaltos había visto dominando al mundo esa primera noche. El hambre tenía a Malina devastada. Su piel bronceada se había vuelto gris, sus ojos negros estaban hundidos, velados e inyectados en sangre, y el cabello le había sido rapado informemente, por lo que tenía parches hirsutos a lo largo del cráneo lleno de golpes y suturas mal hechas. Tenía los huesos a la vista y uno de los senos amputado. Le faltaban tres dedos de la mano derecha y le habían arrancado todos los dientes.

Todos los días, escribió Malina en el vidrio con un dedo ensangrentado, cuando notó que Kaltos estaba mirando su boca desdentada.

Dolor. Todos los días.

Le arrancaban los dientes y los colmillos todos los días. Sin sedarla primero probablemente.

Kaltos se puso de pie para dar un paso atrás y mirar el resto del corredor. Sobre las jaulas de vidrio había gruesos tubos y máquinas con pantallas que reflejaban lecturas seguramente del estado físico de sus ocupantes. Ninguna de las cajas era lo suficientemente alta o ancha para que una persona de estatura promedio cupiera agachada o acostada, por lo que todos debían estar sentados al igual que Malina. El espacio era demasiado reducido que solo les permitía tener las piernas flexionadas.

La mano gris de Malina volvió a apoyarse contra el vidrio. Kaltos también apoyó la suya, tocándola a través de la barrera, y mirándola desde lo alto con empatía.

—Ten paciencia. Saldrás esta misma noche de aquí —le dijo. Los ojos vidriosos de Malina se cerraron por un momento—. Damus —murmuró él—. ¿Lo has visto?

Malina volteó a su izquierda. La jaula que estaba a su lado se encontraba vacía.

—¿Sabes en dónde está ahora?

Malina señaló al fondo del pasillo. Kaltos siguió el camino con la mirada. No podía verse mucho dado que también esa sala se curvaba un poco, pero alcanzó a distinguir el marco de una puerta similar a la que le había dado acceso a esa zona.

—Volveré, Malina.

Malina puso un gesto casi suplicante. Te atraparán y perecerás junto a nosotros, libérame ahora, entendió Kaltos perfectamente pese a la ausencia de conexión psíquica. Esas jaulas debían tener algo que impedía a sus prisioneros extender sus habilidades más allá de los cristales, o quizás era algo que habían hecho con ellos, algún experimento que les impedía comunicarse y utilizar sus dones mentales. Eso explicaba por qué Damus, pese a ser un psíquico tan fuerte, desaparecía por periodos prolongados. Quizás solo podía comunicarse con Kaltos cuando lo extraían de la jaula, y por lapsos diminutos.

—Volveré —le repitió a Malina, que se llevó las manos a la cabeza para comenzar a gritar silenciosamente.

El cristal era a prueba de sonido.

Trece rostros más aparecieron a lo largo del pasillo. Hombres y mujeres que lucían una belleza envejecida, en iguales o peores condiciones que Malina. La mayoría de ellos calvaron ojos mordaces él, quizás desconociéndolo y confundiéndolo con un humano más al estar su percepción comprometida tanto por su estado físico como por las limitantes que les imponía el cristal de sus jaulas.

Kaltos reconoció a dos de ellos y se obligó a mantener la calma. Valeria y Guido, recordaba que se llamaban. Ella antes pelirroja, de grandes ojos pardos, y él pálido como la luna; tan alto que tenía que mantenerse encorvado abrazando sus piernas para caber en la caja.

Kaltos asintió antes de dejarlos atrás, diciéndoles con ese único gesto que no los abandonaría.

Los cuatro susurrantes habían desaparecido ya, dispersos en algún lugar del laboratorio o sus anexos, pero Kaltos no necesitó sus huellas biométricas para abrir la puerta. La barra transversal que estaba sobre el marco emitía una luz verde, lo que indicaba que estaba desbloqueada. Antes de salir, echó otro vistazo atrás. Los pocos rostros que aún podían verse a lo largo de la formación de jaulas tenían los ojos clavados en él.

Kaltos extrajo un dispositivo de su mochila, lo programó y lo arrojó hacia el contenedor central de todas las jaulas. Dos pequeñas pinzas se prensaron en el metal y un cronómetro comenzó un conteo regresivo desde el minuto diez.

—Eso bastará —murmuró.

Abrió la puerta para encontrarse con una amplia sala blanca en cuyo centro había una silla ocupada por una criatura triste y encorvada, mientras un hombre elegantemente vestido de pie frente a él lo observaba con los brazos cruzados, dándole la espalda a la puerta por la que había entrado Kaltos. Al fondo de la habitación, las paredes con espejos daban la sensación de que el espacio era más grande. A la derecha una puerta de cristal conducía a un laboratorio lleno de más máquinas y gavetas dentro del que se movían más científicos. Y un sinfín de drones y carritos plagados de herramientas rodeaban la pequeña plataforma central. No habrían llamado tanto la atención de Kaltos de no ser porque las herramientas dentro de sus bandejas estaban llenas de sangre fresca.

Y sentado en la silla, gritando de dolor con las manos y las piernas restringidos por gruesos grilletes, y la boca escupiendo sangre, estaba Damus. Damus, a quien Kaltos tanto había buscado y por el que había arriesgado su propia vida sin pensar. Damus, la única constante de su vida. Damus, que se retorcía mientras las poderosas lámparas del techo lo alumbraban con lo que sin duda era luz ultravioleta.

Alrededor de él, media decena de científicos anotaban en sus tabletas digitales, registrándolo todo. Algunos se movían sobre las máquinas que rodaban a Damus y las manipulaban con manos rápidas, otros se encargaban de conducir a los drones flotantes para que tomaran mejores fotografías de lo que sucedía con la piel de Damus mientras la luz la quemaba.

Kaltos dio un paso al frente, incapaz de creer lo que estaba mirando.

Las lámparas del techo en el círculo central se apagaron y Damus dejó de gritar pese a que su piel aún burbujeaba.

Kaltos iba a dar un paso más hacia ellos, dispuesto a asesinarlos a todos antes de que encendieran nuevamente las malditas luces, cuando el elegante hombre que le daba la espalda giró lentamente para darle la cara.

El tiempo se detuvo de súbito cuando Kaltos reconoció el afilado rostro de ojos verdes y nariz aguileña que lo miró con una sorpresa que en su expresión lució más bien condescendiente.

Era Raizill, su creador.

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N/A: A que esa no se la esperaban 🙈

Los Susurrantes (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora