47 Susurros

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El corazón de Abel dejó de latir, abatido por la pérdida de sangre. No había mucha para beber, pero la poca que llegó a los labios de Kaltos y pasó suavemente por su paladar dejó impregnado aquel sabor tan delicioso que desde hacía siglos era su único alimento.

—Estamos muy lejos del final —murmuró a centímetros del rostro de Abel. Los ojos ausentes del cadáver miraban al frente, faltos de brillo. Kaltos sonrió—. Todavía te falta mucho por aprender.

Retrocedió un poco para hacer espacio. La sangre, las vísceras y los restos humanos de los otros soldados se repartían como fichas de dominó a lo largo del vehículo. Las entrañas de uno colgaban por ahí como exóticas serpentinas que ocasionalmente acariciaban la cabeza de Kaltos. la mano de otro había quedado estirada al frente, como pidiendo clemencia.

—Pensarás distinto después de esto.

Se dio a la tarea de desenredar el cuerpo de Abel del amasijo de cables y fierros retorcidos que lo habían prensado. No tenía mucho tiempo. Si bien podía huir fácilmente de los humanos que fueran en busca del todo terreno, sí le supondrían un problema para lo que planeaba hacer en ese momento. Y una vez efectuado el proceso de conversión, cualquier interrupción podría arruinarlo por completo.

Una vez que arrastró el cuerpo fuera de sus ataduras, lo recostó sobre la lámina lateral del todo terreno, entre uno de los asientos destrozados y la torreta que había estado montada en el techo. Nunca había hecho algo similar. Solo esperaba no arrepentirse más tarde.

Contempló el rostro de Abel entre el silencio de la noche y el siseo suave de la brisa acariciando el chasis torcido del vehículo. Lucía pacífico a pesar de la desesperación con la que había muerto.

Kaltos le desató los restos del chaleco antibalas. El cuerpo, aún caliente, se dejó hacer. Abel había sellado su destino en aquel cementerio donde Kaltos lo había encontrado llorando silenciosamente la pérdida de su familia. Ahí había se habían encarado por primera y habían extendido todas las cartas sobre la mesa. No había quedado muy claro desde entonces quién había sido la presa y quién el cazador. Los papeles se habían invertido en tantas ocasiones que al final esa victoria no le sabría tan dulce a Kaltos de no ser porque la historia no estaba planeada para que terminara ahí, y de eso él estaba por encargarse.

Un chasquido al otro lado de la lámina hizo a Kaltos apresurar sus manos. La lluvia se desató de nuevo, consecutiva a un serial de truenos que estremecía el vehículo. Las pequeñas gotas que habían caído una tras otra con un suave tintineo se transformaron en pequeños chorros que barrieron la sangre y terminaron de convertir la tierra en lodo.

Kaltos sacó la cabeza de Abel de los tirantes del chaleco y le limpió el rostro con un pedazo de tela que encontró por ahí. Los ojos abiertos, como si aun en la muerte quisieran mantenerse al tanto de lo que ocurría a su alrededor, parecían moverse cuando los relámpagos fotografiaban minuto a minuto lo que ocurría en la sutil privacidad de esa tumba. Ora miraban al vampiro, ora a la cabeza que pendía a lo alto. Kaltos le reventó los botones de la camisa tirando en direcciones opuestas para exponer su pecho destrozado. Las costillas estaban aplastadas y cada centímetro de piel lucía manchas de sangre molida. Abel había sido muy fuerte como para haber resistido una conversación en ese estado.

Otro relámpago iluminó el interior del vehículo, y un trueno retumbó cuando Kaltos enterró la mano en el pecho de Abel, a la altura de su corazón. Sus uñas de pronto afiladas hurgaron el interior con presteza, haciendo a un lado carne y huesos. El calor de la sangre se impregnó como un guante hasta su muñeca. Revolvió un par de veces, tiró un poco hacia arriba, y el corazón de Abel salió con un chasquido. Se elevó laxo y sangrante en la mano de Kaltos.

Algo se movió al otro lado del chasis del vehículo. Un susurrante. Las uñas desgastadas del ente rasgaban el metal en un fútil intento por alcanzar los olorosos restos de los cadáveres. Palabras se formaban en su garganta y salían deformadas por entre sus labios hambrientos.

—No lo hagas —susurró el hombre, golpeando quedamente el metal—. No lo hagas, Maris... Maris. Maris. Maris... No lo hagas.

Un trueno acalló sus protestas y lo puso a gemir.

Kaltos se llevó el corazón a la boca. Otro relámpago iluminó la sangre que le resbaló por la barbilla. Sus colmillos entraron profundo en la carne y su lengua saboreó los vestigios de lo que había sido Abel en vida. Succionó gota por gota los rastros de la esencia humana que aún permanecía en él hasta que solo quedó un estropajo seco y arrugado que Kaltos depositó de nuevo en su lugar, en medio del pecho abierto. Los ojos de Abel seguían fijos en la nada, sus manos agarrotadas a los costados.

Kaltos le acarició el cabello entrecano con sutileza, contemplando sus infinitos detalles entre los relieves de las sombras. Después cortó su propia muñeca con el borde afilado de una lámina y bañó el corazón expuesto con su sangre. El lago carmesí desbordó por las laderas de la herida, cubriendo por completo el órgano que a partir de ese momento sería la única verdadera debilidad física de Abel.

El efecto fue instantáneo.

La carne comenzó a cerrarse como si una aguja invisible estuviera tejiéndola. Las costillas se unieron, la piel se regeneró, absorbiendo los coágulos para disolverlos y transformarlos en sangre sana; las arrugas desaparecieron casi por completo, dejando en su lugar una superficie tersa que, sin embargo, no escondió la edad en la que habría de perpetuarse el físico de Abel. Cincuenta y cinco años bien vividos. Una vida corta pero valiosa. Un cuerpo de pronto atlético y vigoroso. Las piernas se enderezaron, los defectos en las articulaciones ocasionados por la vejez se fueron. Cada folículo capilar desprovisto de pelo se regeneró y espesó la cabellera que había comenzado a escasear, dejándola tan blanca como la nieve pero tan abundante como la de un niño.

Para el momento en el que los ojos se abrieron, dotados de un anormal brillo azul, y entornaron las dilatadas pupilas para enfocar nada más que oscuridad a su alrededor, Kaltos había desaparecido.

Abel se convulsionó un par de veces, inhaló aire con una bocanada entrecortada y se sentó, profiriendo un alarido que el cielo contestó con un estruendo.


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N/A: Este estuvo cortito, así que veré si me da tiempo de editar otro más para subirlo hoy mismo, si no, mañana sí habrá dos porque necesito terminar de actualizar antes de que me llegue la fecha de los wattys :P

Los Susurrantes (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora