36 Susurros

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Dolor. Eso fue lo primero que distinguió por encima del caos que era su cabeza y mantenía sus oídos zumbando. Mucho dolor. Estaba en sus manos, en sus brazos, en sus piernas, en su torso, le había partido la cabeza en dos, tal vez se la había arrancado del cuerpo incluso. No recordaba cuándo había sido la última vez que había sentido tanto dolor y que no había podido hacer nada por remediarlo. Tal vez hacía cientos de años, cuando había peleado contra otro de su especie por un malentendido y el muy miserable le había prendido fuego con nada más que el poder de su mente. Kaltos había ardido por minutos, hasta que había logrado empujar al muy bastardo por el borde de un acantilado y no había vuelto a verlo, aunque después había escuchado que seguía por ahí.

Era difícil matar a los de su especie, por eso mismo la agonía se volvía eterna e insoportable cuando las cosas que mataban a un ser humano cualquiera solo los torturaba a ellos.

No podía escuchar muy bien, pero podía sentir. El suelo también ardía bajo su cuerpo, y vibraba. No supo cuánto tiempo pasó después de que el remolque explotara y lo lanzara a él hasta el otro extremo de la carretera, acompañado por un montón de susurrantes que, a diferencia suya, no tuvieron tanta suerte de quedar enteros y cayeron como una cascada de miembros que quedaron regados por todos lados. El olor de sus restos era nauseabundo. Kaltos se revolcó entre ellos, intentando ponerse de pie, lo que fue difícil, por no decir imposible. El humo le dificultaba la visión, que siempre era tan perfecta, y el golpeteo de los pasos, o el chillido cada vez más alto de los susurrantes, lo desorientaba. Podía ver el resplandor de las llamas contra las cortinas de hollín y humo.

También pudo sentir las tres explosiones que siguieron a la primera minutos antes de que un vehículo accionara su bocina y pasara a toda velocidad a un palmo de distancia de donde él estaba tirado. Las llantas rozaron su brazo derecho, que sobresalía de debajo de su cuerpo. Por mucho que intentó hacerlo, no pudo percibir los pensamientos de nadie. Ni siquiera los propios. La camioneta continuó de largo y traspasó la cortina de humo y fuego para perderse al otro lado de la carretera. Poco después, un tropel enardecido de criaturas enloquecidas pasó a la siga, algunas de ellas tropezando con Kaltos o pisándolo.

No pudo decir cuánto tiempo pasó después de eso para que finalmente la inconsciencia lo ayudara a descansar un poco.

*-*-*-*-*-*-*

Despertó algunas horas más tarde, todavía dolorido y con algunas zonas de su cuerpo inservibles. Algo estaba empujándole la pierna mientras gemía y susurraba nombres y palabras aleatorias. El medio torso de una mujer que aún conservaba un solo brazo y la cabeza había quedado medio enterrado debajo de él. Kaltos le hizo el favor de quitar la pierna para dejar a la criatura arrastrarse a sus anchas. Después se hizo el favor a sí mismo de intentar moverse.

Ahora sí lo consiguió.

El fuego aún ardía en pequeñas zonas aisladas, pero el humo y la ceniza se habían despejado en su mayoría. Del remolque no había quedado mucho excepto un esqueleto de metal parcialmente derretido y sus restos salpicados por todos lados. Kaltos se llevó una mano a la cara en forma de visera cuando el resplandor al otro lado del filo del pequeño barranco que bordeaba ese tramo final de la carretera le presumió un cielo rosa, a minutos del amanecer. Unos minutos más de inconsciencia y habría muerto calcinado. Aunque no fue eso lo que lo hizo levantarse y exclamar un grito de dolor cuando puso en funcionamiento su cuerpo, sino la tropa de vehículos y convoyes que se avecinaba al otro lado de la carretera, por sobre una elevación.

Se apuró a moverse entonces, rengueando a toda prisa. Las decenas de susurrantes que aún estaban alrededor se alertaron con su presencia, mas lo ignoraron en cuanto lo detectaron (ya no sabía si decir equivocadamente o no) como uno de ellos. Kaltos cruzó el pequeño puente que separaba los inicios de la ciudad por un pequeño barranco y alcanzó el primer edificio cuando los vehículos militares llegaron a la zona de la explosión y atravesaron el remolque, elevando una explosión de chispas, humo y metales retorcidos. Los primeros rayos del sol acariciaban el piso para entonces, lamiendo los pies de Kaltos.

Se apretujó contra una pared y desde ahí observó, jadeando con fuerza. Los susurrantes sobrevivientes se lanzaron al ataque al instante, atraídos por el escándalo, solo para ser abatidos por los hombres que iban apostados tras las metralletas de los techos de los todo terreno o atropellados violentamente por los conductores. Kaltos eligió con cuidado la dirección antes de que lo alcanzaran, seguro de que aún no lo habían mirado. No sabía quién carajo había plantado los explosivos, pero habían hecho un pésimo trabajo. No solo la explosión había roto la alambrada, sino que el ruido y la vibración seguramente habría atraído a todo el maldito mundo (enfermo y sano) a ese lugar y no tardarían en arribar como ya lo habían hecho los militares.

Un rayo de sol le dio en la mano y Kaltos la retiró con un siseo, procurando evitar también los reflejos de la luz en los sitios donde había más claridad. Encontró un callejón y por ahí se internó, rengueando a toda prisa. Su comunicador se había destruido con el impacto y no tenía idea de en dónde podrían estar Karin y los demás. De ser aún de noche, encontrarlos sería más fácil, pero a esa hora lo más importante era esconderse y esperar a que las restantes horas lo ayudaran a sanar un poco.

Se ocultó detrás de una pila de cartones y cajas de madera cuando la larga comitiva de vehículos pasó con un estruendo por en medio de la calle, disparando contra los cada vez más numerosos susurrantes. Sus brazos estaban en terrible estado, con la piel quemada acartonando su carne por zonas y revelándola con un color rosado claro en otras. Tenía una pierna rota y casi chamuscada hasta el hueso en la zona de la pantorrilla, lo que era sorprendente porque otro en su lugar habría sido desmembrado en el acto.

Una vez que los vehículos pasaron y un desfile de caníbales los siguió, Kaltos se metió dentro de uno de los edificios después de encontrar una puerta de emergencia, y descendió hasta el área del sótano, donde encontró a un susurrante amarrado con cadenas y correas de cuero que comenzó a gemir y a balbucear en cuanto se vio alertado por él. Kaltos estaba demasiado cansado para prestarle atención. Fue por ello que no pudo controlar sus sentidos antes de que incursionaran en la aterrada mente del susurrante y revivieran sus últimos minutos como si hubieran sido los propios.

Kaltos cayó al suelo de rodillas mientras se sostenía la cabeza. Miró siluetas y rostros, todos alrededor suyo mientras él se retorcía y gritaba por clemencia. Reconoció fragmentos de ese mismo sótano, miró armas, objetos y demás herramientas que utilizaron para lastimarlo en todos los sentidos, y cuando por fin se cansaron, se vieron atraídos por uno de ellos que descendió entre tambaleos de la parte alta de la casa, para lanzarse sobre el más cercano de ellos y atacarlo a mordidas. Kaltos escuchó su voz, la voz que en ese momento era suya, comenzar a gritar de nuevo; sus manos se sacudieron dentro de las amarras, sus piernas se contrajeron de abajo hacia arriba, incapaces de huir. Sacudió la cabeza, se dobló un poco, y todo terminó cuando uno de los que tanto daño le habían hecho se le dejó ir encima, convertido en algo mucho más monstruoso, y le encajó los dientes en un hombro.

Al abrir los ojos se vio tirado en el suelo terregoso, con la mano en la cara y los ojillos hundidos del humano atado clavados sobre él. Kaltos se levantó a tropezones, apoyándose de las astas de madera más cercanas. La criatura comenzó a balbucear de nuevo. Su voz desinflada fue como un aullido lejano para los alterados sentidos de Kaltos. El tintineo de la cadena lo hizo estremecerse, recordando vivamente lo que Damus le había mostrado cuando había hecho conexión con él a través de los hipnóticos ojos del leopardo. Llevó una mano a las amarras de la criatura y las desató. Después hizo lo mismo con las demás. El hombretón, que en vida había sido alto y un poco gordo, cayó de cara al suelo, donde se retorció como si hubiera olvidado cómo utilizar sus extremidades.

Kaltos dejó de prestarle atención para entonces, demasiado aturdido para pensar en nada más que encontrar un escondrijo lo bastante ancho para caber sin preocuparse a ser descubierto. Cuando lo hizo, echándose detrás de una madera inclinada contra la pared en cuyo hueco anidaban cientos de alimañas, el susurrante estaba ya merodeando los alrededores, proyectando sus violentos recuerdos a donde quiera que se movía. Kaltos no pudo continuar prestándole atención pese a sentir y escucharlo dentro de su mente. Su cuerpo demandó descanso y eso hizo él, pensando una última vez en Damus y en Karin. Los dos en distintos grados de peligro que podía volverse irreparable en cualquier momento.

Los Susurrantes (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora