Tumor (Keykeeps #1)

CAPÍTULO 7

En mi travesía de regreso (que parece una pajarera) al lugar que he adoptado como «punto inicial», que es donde aparecimos recién entramos por la puerta para transportarnos al Tumor, anhelo en mi mente con todas mis fuerzas que esto no tenga nada que ver con alguien infectado de la granadera, un morbo cerebral muy reciente que ha estado afectando a todo ser inteligente. Tengo sólo ideas vagas de este mal. Sé que algunos de sus síntomas son vomito morado y salida de pelaje en toda la piel del cuerpo. Muchos se cortan este último; se arrepienten luego, porque el problema es que, al hacerlo, los pelos salen el doble de rápido que la vez anterior, y si se reincide, pasa de nuevo lo mismo.

Mi camino hacia el punto inicial con trasfondo de colinas moteadas de blanco está repleto de presentimientos malignos en mi cabeza. Espero que Carmen y Katie estén sanas y salvas y no tengan nada que ver con esta inusual infección. No sé ni qué haría si eso ocurriera. Posiblemente no podría estar mentalmente puro durante muchos meses por el espantoso hecho de imaginarme a Carmen en un estado terrorífico.

Llego finalmente al punto, pero hay un grave problema: ya no sé ni cómo moverme; siento que hay peligro a cualquier parte a la que voltee. Pero por milésima vez me recuerdo que no me puedo quedar con los brazos cruzados, atontándome de sólo ver los candorosos ojitos de Kev. En cambio, me propongo ir al monte por el que Katie ando, así que camino en esa dirección.

Todavía hay luz, pero definitivamente no tardará mucho en que caiga la noche. Tengo ganas de tener la grata experiencia de presenciar un anochecer en este lugar. El primer anochecer que tuve aquí fue horrible; estaba súper preocupado por que Carmen apareciera. El segundo y tercero fue en un bosque negro, así que ni siquiera estuvo aceptable. El cuarto será... sólo con la compañía de Kev.

El animalito, con mis pasos haciendo que su larga y prominente cola se tambalee, cierra sus ojos con lentitud, su mirada puesta en el anaranjado cielo. Si despierto se ve muy tierno, dormido es como una golosina en forma de ser vivo.

Arribo a la aglomeración de elevaciones y depresiones ligeras que conforman el monte. Me percato de que por aquí también van las entramadas aguas del río que desembocan en el bosque, y esto me alegra, dado que antes de partir no consideré que tarde o temprano necesitaríamos hidratarnos.

Durante mi ascenso por la tierra, me encuentro con las piedras que Katie estuvo arrojando en el viaje que hizo hace unos dos días, pero el momento viene en que me separo de ellas, ya que, por lo que veo, ella se dirigió a un lugar que no es precisamente un bosque, pero en el que sí hay una población de árboles, y para nada quiero estar rodeado de árboles otra vez.

Detengo el paso cuando llegamos al río. Despierto a Kev y lo bajo a la tierra. Yo me encojo para aplacar mi poca pero existente sed. Por lo visto, Kev todavía está profundamente sediento, pues toma bastante agua. Yo con diez tragos quedo satisfecho, aunque intento ingerir más que eso por si no logramos tener acceso a un río en las próximas horas.

Kev se asienta de nuevo en mis brazos y cae de nuevo en la cárcel del sueño. Lo bueno es que casi no pesa. De otra manera, no lo aguantaría tanto tiempo. En el aspecto de dormir no hay afinidad entre los dos; yo no soy tan apegado a estar dormitando cada rato. Siendo objetivo, es un desperdicio de tiempo, a mi parecer.

Algo que hace que me sumerja en el mal es la comida. En estos momentos soy el polo opuesto a un zampabollos. Lo último de lo que me alimenté fue un pequeño snack que comí en el bosque y que logré traer en mis zapatos desde mi casa. Necesito urgentemente comida. La sensación de náuseas que tengo se hace presente cada vez con más constancia. El altercado que mi mente tiene con mi estómago al éste exigirle a gritos comida se hace más agresivo con el pasar de las horas.