CAPÍTULO 47

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Mis latidos comienzan a agitarse incesantemente justo después de que el dirigente confiere esas palabras de poder y control. Intento hallarles sentido: ¿ya le comenté de esto?, ¿la conversación con Charli fue cerca de cierta cámara de seguridad?, ¿algún soldado, robot o máquina alcanzó a oír mi dolida plática? Intentar saber la realidad es empresa dificultosa.

—Actúo de acuerdo a lo que mi mente resguarda y ensarta —continúa hablando el dirigente. La cara que lleva sigue siendo igual de aterradora que hace unos minutos, tal vez peor—. Y si, repito, estoy totalmente dispuesto a ayudarte, es porque tengo las bases propias y ajenas para actuar de esa manera. Te ayudaré a hacer pedazos y a quemar —hace muecas que denotan que disfrutará realizar la tarea— al animal casi extinto que lleva por nombre... keykeep.

Me escandalizo y casi pierdo el control cuando escucho venir esa potente palabra de detrás de sus dientes y colmillos. Él lo pronuncia distinto a todos. Gesticula cada letra de una cierta forma que es imposible no sentir pánico.

—No tendrás que mover una sola pesuña; yo y mis secuaces nos encargaremos de todo. Puedes irte a descansar..., hombre de la nube.

El apelativo que usa, en lugar de relajarme, me alarma y me conmociona.

—Pero... —mi voz sale temblorosa, y al darme cuenta de ello, me detengo un momento e intento estabilizarla—, pero ¿cómo? Es decir...

—Calma, calma —habla en tono melifluo y tierno; pero yo lo siento, mi cuerpo lo siente, todo al revés—. Ya te he dicho que puedes retirarte; no hay nada de lo que te tengas que preocupar, ¡excepto de mi tesoro! —su voz cambia radicalmente. Borra su sonrisa, arruga el entrecejo y abre tanto la boca que veo un poco de su paladar—. Mi tesoro tiene que estar entre mis finas y cuidadas palmas en menos de setenta horas. Mientras, ve a tu morada y pon a descansar el cableado, para que tengas más energías en días venideros. —Su sonrisa vuelve, pero sólo a medias. Miro alrededor, impaciente y escéptico—. Fidelidad, Matrimonio, Pereza: la manera en que actuaran ya es consabida —habla a un redondel negro que sujeta con su mano derecha; no sé de dónde lo sacó. Cada palabra que escupe es oída en toda la mansión por unas enormes bocinas—. Entren al Cogitatio987.

Tres soldados salen del elevador de puertas plateadas y saludan al dirigente después. Luego, uno detrás de otro, van hasta el fondo de la habitación, hasta un punto al que mi visión le cuesta llegar. Lo último que alcanzo a percibir es algo como una capa de seda violácea que rodea los cuerpos de los tres a una velocidad increíblemente rápida; a su vez, sus cuerpos y sus prendas hechas con piezas metálicas se desintegran lentamente hasta desaparecer por completo. Un teleportador seguramente. Nunca había visto por mí mismo uno de estos, y me parece bastante útil.

Las ruedas del sitial se mueven exactamente hacia la posición contraria del teleportador. El dirigente me dice que puedo seguirlo, y, no seguro de ello, lo hago de todas formas. Atravieso aproximadamente quince pilares de mármol blanco, y entonces me detengo para ver al cuarto y último keykeep yaciendo en un lecho de hojas secas y trituradas que lo cubren casi todo, dejando en la superficie solamente un cuarto de su negrísimo cuerpo, sus flamantes y prominentes alas, su horrible cráneo y sus alargadas y peludas piernas. Tiene tres piernas, todas de la misma longitud que las de un humano promedio, quizá un poquito más grandes.

El dirigente se detiene para escrutarlo de pies a alas. Recorre con su mirada al animal de la misma manera que lo hizo conmigo, deteniéndose en ciertos puntos para ampliar su sonrisa hasta un punto anormal que aterra y desagrada. Toca sus pegajosas alas con la yema de sus dedos plateados. Veo cómo cierto líquido viscoso se adhiere a sus índices, pero al dirigente parece no importarle, porque el animal lo cautiva.

—¡Locura! —vocifera desde su sitial; doy un salto de susto—. Rigurosamente, hazme saber cuánto tiempo resta para patear fútiles hebras.

—Veinte segundos, la dirección —responde un soldado de los que portan escafandras. El dirigente comienza a acercar sus manos al cordón, y lo hace sin miedo alguno; al contrario: hasta una gran sonrisa de payaso loco se le planta en el rostro—. Diez..., nueve..., ocho..., siete..., seis..., cinco..., cuatro..., tres..., dos..., uno..., ¡no segundos restantes, la dirección!

Una violencia y brusquedad se apoderan del dirigente, pues éste torna su rostro feroz y comienza a emplear toda la fuerza que le es posible para cortar el cordón en dos. Utiliza la boca, los brazos y hasta el cuello, fuerzas que lo hacen quedar como un novel en esto de rebanar cordones. Lanza rugidos y bufidos por el esfuerzo. Me estremezco. No puedo hacer nada, no puedo ayudar; lo único que puedo hacer es ver la escena: el seno de lo que ahora se ha transformado en soga se quiebra con prontitud, hasta que, con la cara del dirigente ya morada, el cordón se parte en dos. Y eso es todo. Se parte en dos y ya.

El dirigente bebe una gran botella de líquido plateado que un robot cuadrado le pasa. Lleva a sus labios hasta la última gota, y después, comienza a suspirar y respirar pesadamente, como si ya no le quedaran fuerzas en su interior. Un soldado desciende la temperatura con que funciona el aire acondicionado para la mera comodidad de él. Me resiente de mala manera, y comienzo a toser.

Cuando el periodo de cansancio y agotamiento se le ha pasado, su semblante se alegra, pero esta vez con sinceridad, y no con malicia. Incluso sus pupilas doradas se humedecen y lanzan dos que tres lágrimas.

—Tu corazón puede descansar —habla en tono casual el anciano de las manos lastimadas y la cara rubicunda—. Porque ahora, los campos han sido abiertos.

Unas trompetas rugientes resuenan a través debocinas por todo Steel City.

Tumor (Keykeeps #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora