CAPÍTULO 29

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Si hay algo que anhelo ahora mismo más que nunca es regresar a Utopia City. Steel City está plagada de mulos y huele siempre a pura tensión, y estoy seguro de que ésta seguirá creciendo. En conclusión, esta ciudad no es compatible conmigo; no que Utopia City sí lo sea, pero de lo que te puedes encontrar en este mundo, es lo mejorcito.

Parto cabizbajo de la mansión, pero luego me detengo al recordar que tengo que esperar al dirigente para resolver el asunto pendiente del hombre fastidioso que me quiere sancionar por haber tocado una máquina. «No me importa», digo mentalmente y sigo con mi paso. Si realmente hice algo grave, que me pasen a buscar, porque estoy muy cansado como para estar esperando. Seguro el dirigente mandará a alguien de su estamento de sirvientes a traerme a él si así se requiere.

Antes de ir al hotel paso por museos cubiertos con bóvedas de media naranja y de cañón, pero me salgo en unos cuantos minutos al encontrarme con un montón de complicadas descripciones en inglés.

Cuando llego a la habitación pido una taza de café caliente, y ésta me la tomo mientras me doy un delicioso y espumoso baño caliente. Recargo mi cabeza en una suave plataforma colgante que me masajea la nuca. Respiro un hálito de humedad a la vez que empiezo a recordar cosas de mi antiguo hogar.

Evoco a mi presente todas esas veces que salía con mi hermana Carmen a la calle para jugar con muchos de nuestros amigos.

No teníamos posesiones que cualquier niño rico tenía, pues éramos feos, lo que significaba que únicamente podíamos obtener aparatos electrónicos de décadas pasadas. Eran divertidísimos aun así.

Recuerdo perfectamente también un error grave que llegué a cometer durante mi infancia. Hice algo bastante feo que ni siquiera quiero recordarlo. Cuando surgen problemas mientras eres niño, estos parecen el fin del mundo; cuando eres un adulto, no son más que simples estupideces. Sin embargo, cuando un niño atraviesa un problema que incluso para un adulto es bastante grave, es..., es abrumador e incontenible. Deja una huella indeleble. Te persigue por el resto de tu vida. Eso es lo que yo sentí, lo que siento. Cargo con un error horrible que nunca he podido ocultar. Siempre está presente en todas partes, a todas horas.

Escucho un aporreo con mucha fuerza en la puerta del cuarto, uno que sólo harían a las puertas de la casa de una persona teniente de los oídos; y cae de mi techo de mármol blanco una pantalla transparente justo delante de mí que muestra después de unos segundos quién está detrás de la puerta. Es un soldado de los que tienen casco de astronauta.

—¿Qué desea? —pregunto, dirigiendo mi voz a la pantalla, pues me doy cuenta de que ésta tiene micrófono integrado.

—Soy Locura —me responde, alzando su brazo y golpeando de nuevo—. Vengo por usted porque el jefe lo solicita.

—En un momento voy. Estoy bañándome, pero trataré de no tardar.

—Vengo por usted. El dirigente lo quiere a sus puertas —insiste, volviendo a tocar fuertemente la puerta. La aberrante actitud mercenaria parece existir también en el mundo de los robots.

¿Para qué me querrá el dirigente? ¿Me gimoteará y pedirá una letanía de justificaciones al acto de curiosear que cometí hace unas horas? Sería algo lógico de pensar, pero por un lado me lo hubiera dicho en el momento, justo como le gritó al otro soldado que entró para atribuirme la responsabilidad de una acción reprobable. Pero, sea lo que quiera, ya no hay nada que enmendar; mis oídos ya le enviaron muy bien a mi cerebro la información de que el dirigente escatima los recursos que merece la población mundial.

De todas formas, me atemorizo un poco al pensar en las terribles consecuencias que podrían hacerse realidad si la furia del dirigente se desata sobre mí: podría ser preso y estar amarrado a la pared con un grillete o, peor aún, perecer.

Sacudo esos horrores de mi cabeza y me cambio rápidamente con la única prenda que me dieron: un incómodo traje de piedra. Es hora de decir adiós a mi identidad utopiana, por lo menos a la ropa; mi piel grisácea aún se conserva, así como mis labios visiblemente cortados y mis grandes ojos de réptil del mismo tono que mi piel.

Abro la puerta principal y desde ahí el soldado me encamina hasta la mansión; en realidad ya me sé el camino, pero supongo que el robot se quiere sentir útil.

Ya sin una ridícula ayuda, subo al segundo piso, donde el dirigente se encuentra fijado en su sitial. La sensación de tensión se aposenta en toda la planta. Sus ojos de culebra venenosa se concentran en mis inocentes pupilas.

—Joseph, ¿tienes algún plan? —me pregunta el dirigente en cuanto me aproximo a él.

—¿Plan? ¿De qué?

—De qué hacer con la gente de las afueras —responde con seriedad.

—No, pero prometo que en las horas restantes algo convincente se me ocurrirá.

Se ríe de mi respuesta. Me quedo expectante.

—El tiempo se agotó. ¿Lo tienes o no? —«¡Eso es mentira! Él dijo que tenía más de un día para pensar»—. Tienes cinco segundos, y si no, me temo que tendré que lanzar las bombas. Cinco..., cuatro... —Mi mente está en blanco, nada se me ocurre—, tres..., dos..., uno... —«Piensa, cochina mente, ¡piensa!»—, ¡cero! De acuerdo, las lanzaré.

—¡No, no! Espere... Deme un minuto, por favor...

Pero ya es demasiado tarde. El desconsiderado dirigente presiona un botón rojo que está arriba de su sitial, en la pared, y entonces propina un desastre: empiezan a sonar explosiones y destrucciones ensordecedoras en todas partes. La mansión tiembla como nunca antes; sin embargo, las ventáz y ventanales no muestran ningún peligro cercano.

Un teletre portátil está encendido. En éste se muestra en vivo y en directo todo lo que yo sólo puedo oír. Hay fuego, llamaradas, torbellinos y toda clase de amenazas rondando las orillas de Steel City. La gente sufre y grita. Muchas palabras quedan ahogadas en fuego o agua. Hay niños perdidos que lamentan al vacío con agobio. Hay gritos aquí y allá. Todo pasa bastante rápido. Y todo por culpa de las extrañas bombas —que incluso sin conocer, dudo que fueran simplemente atómicas— que propagó por las fronteras el dirigente.

Aparto mi vista de la pantalla, ya con lágrimas en los ojos. Las escenas son devastadoras y desgarradoras. Las desgracias ajenas siempre me compadecen.

Dirijo mi vista hacia el dirigente, y él a su vez me contempla. Primero tiene una cara neutral, vacía, escueta, pero poco a poco va apareciendo en su rostro una sonrisa totalmente lóbrega. Él parece disfrutar del sufrimiento de los cuerpos que no controla. Él es un bellaco.

Esto tiene que quedar en el pasado; él ya no puede ser el dirigente.Definitivamente ya no...

Tumor (Keykeeps #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora