8. Acompañante (Agustín)

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Durante la noche caigo en la casa de la abuela de Sofía, es una casita pequeña con dos habitaciones, una hace de dormitorio y la otra es visiblemente el lugar que la abuela utilizaba para hacer sus sesiones

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Durante la noche caigo en la casa de la abuela de Sofía, es una casita pequeña con dos habitaciones, una hace de dormitorio y la otra es visiblemente el lugar que la abuela utilizaba para hacer sus sesiones. Hay muchos libros, muchas fotos y escritos, además de velas e inciensos.

Todo está apagado, oscuro, pero no parece un sitio abandonado, más bien un lugar que espera a que alguien regrese y continue con el trabajo que dejó a medias. Hay media docena de hojas blancas con escritos varios desparramados sobre el escritorio, ropa tirada en el sofá de la sala, un par de pantuflas a la entrada de la habitación, como si esperaran que su dueña llegara a ponérselas en cualquier momento.

No puedo evitar pensar en el momento en que uno fallece, en como la vida se detiene para esa persona y sin embargo sigue para todo el resto. Sofía y su familia siguen, aunque aquí este espacio pareciera estar en pausa, me pregunto si hay alguien llorando por mí en algún sitio, alguna habitación que fue mía donde mis cosas esperan a que regrese, algún par de zapatos o una campera colgada al ingreso de una casa... ¿Habrá alguien recordándome en algún sitio?

Me acerco al escritorio y le hecho un vistazo a las hojas, me gustaría leer alguno de los libros, pero no puedo hacerlo, mi mano atraviesa los objetos. No pretendo tampoco invadir la privacidad de la anciana, pero estoy aburrido y solo puedo perderme en sus escritos desparramados por el escritorio.

Uno de ellos llama mi atención, habla de espíritus capaces de mover objetos o cambiar cosas de lugar, son dos páginas al respecto y me acerco a leerlo. Habla de la energía, tal cual me había explicado el hombre del hospital, dice que el espíritu requiere coordinación, concentración y fuerza de voluntad, hay algunos ejercicios para lograrlo.

Me dedico el resto de la noche a practicar todo lo que encuentro en esas hojas y para cuando amanece, me doy cuenta de que me es mucho más fácil de lo que imaginé, he logrado echar un libro del estante, voltear una foto e, incluso, encender una lámpara.

Lo único que tengo que hacer es poner toda mi energía en el propósito que deseo lograr, aunque luego quedo bastante cansado.

Me sobresalto cuando un viejo reloj cucú avisa que son las siete de la mañana, pienso en Sofía y en instantes estoy en la cocina de su casa donde una mujer que debe de ser su madre apura un café y se coloca un bolso al hombro.

—¡Sofía! ¡Sofía! —grita.

—¿Qué? —Una muy adormilada Sofía aparece en la puerta arrastrando los pies, al verme, pone los ojos en blanco.

—Yo también te extrañé —digo y ella niega.

—Voy tarde —dice su madre—, ¿puedes prepararle el desayuno a Mariana y despertarla para que no llegue tarde a la escuela?

—Pero tengo que ir al Cafetario... —se queja al tiempo que bosteza.

—Por favor... —ruega su madre.

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