Capítulo 3 - Límites

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Hice un último esfuerzo antes de desfallecer. No podía moverme, había llegado a mi límite y no me daba vergüenza reconocerlo. Mi cuerpo ardía y estaba sudando por partes que desconocía que podían sudar.

—¡Vamos! ¡Una vez más! —escuché que me gritaban en el oído y juro que hubiera matado a la portadora de esa voz.

—Por favor —dije entre jadeos—. Recuérdame que cuando me baje de aquí te asesine.

Mi amiga Ailén lanzó una carcajada al aire y se burló de mí. ¿Cómo podía estar fresca como una lechuga, la muy maldita, mientras yo estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano por apenas respirar?

 ¿Cómo podía estar fresca como una lechuga, la muy maldita, mientras yo estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano por apenas respirar?

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—Hala, no seas flojita. Vamos, ahora tenemos que ir a la cinta caminadora para relajar los músculos.

¿Caminadora? ¿Aflojar los músculos? Había algo entre ambos conceptos que no me cuadraba. Hacía cuarenta y cinco minutos que estábamos en clase de spinning y juro que preferiría que me encierren en una habitación con Annie Wilkes, la de Misery, que volver a montarme en un aparatejo de esos otra vez.

Mi amiga fue delante de mí hacia el sector de las caminadoras y encendió una que tenía otra vacía al lado. Yo hice una parada técnica para beber aproximadamente un litro de agua y la seguí, como un corderito al que llevan al matadero. Me monté en la máquina y la encendí.

Tengo que reconocer que la cinta resultó un bálsamo para mis piernas cansadas. Al lado del ejercicio de alto impacto que había realizado recientemente, caminar era sumamente relajante.

Como ahora podíamos respirar con normalidad, quedamos habilitadas para seguir con nuestra charla.

Como ahora podíamos respirar con normalidad, quedamos habilitadas para seguir con nuestra charla

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Ailén era una de mis mejores amigas. Juntas hacíamos un par gracioso. Ella era mucho más alta que yo, rubia, de cabello largo y ondulado, y muy hermosa. Tenía unos preciosos ojos celestes y bueno, al lado de ella me sentía una hormiguita, porque quedábamos muy desparejas realmente. La había conocido en el restaurante, hacía ya seis años. Ella trabajaba como camarera, y desde el momento que entró a Arguiñano nos hicimos inseparables. En ese entonces yo cubría algunos turnos como camarera. Me gustaba dar una mano para que no se saturaran y además el tiempo se me pasaba volando. Actualmente ella trabajaba como encargada de salón, y resumiendo, se encargaba de supervisar y entrenar a los camareros, recibía los pedidos de los proveedores y los entregaba en la cocina, y coordinaba las reservas. Adoraba su manera de ver la vida, despreocupada, alegre, sin hacerse demasiados problemas por nada. Yo era un poco más de preocuparme, pero siempre intentaba contagiarme de su manera de ser. Pero lo que más me había gustado siempre de ella era que nunca me había visto como "la hija del dueño", sino que se había hecho mi amiga, y nada más.

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