Capítulo 35 - Fuego

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Salva me miró con ternura y negó con la cabeza.

-No sé qué haremos, mi amor. Tenemos que esperar, dejar que pase un poco el tiempo. Y ver cómo nos movemos. Seguir caminando tal vez.

-¡Pero es que va a ser peor! Cuánto más tiempo pase será peor. Quizá si nos entregamos, haya algún policía que no sea corrupto, o cuando vean que estamos en la estación, tus compañeros de Interpol vendrán a buscarnos y...

-¡Lola! ¡Es que no entiendes hasta dónde llegan los tentáculos de tu padre! Si nos atrapan estamos perdidos. Nunca llegaremos a la estación. Me matarán antes. A ti no te matará pero seguramente te encierre en algún lado, y yo puedo darme por perdido. Me van a disparar primero y después preguntar.

Mis ojos se llenaron de lágrimas y comencé a derramarlas. Estaba llorando de impotencia y desesperación. No podía creer que nos estuviera pasando esto. Salva se dio cuenta de que estaba aterrorizada y se acercó para abrazarme. Me sentó en su regazo y comenzó a acariciar mi espalda con cariño.

-Tranquila, mi amor. Hallaré el modo de ponerme en contacto con mis compañeros. No tengas miedo, estoy contigo. Estamos juntos. Para siempre. ¿Para siempre?

-Para siempre.

Continuó consolándome en sus brazos y la calidez que me otorgaba fue dando paso a otro sentimiento: la necesidad desesperada de sentirlo en mi cuerpo. No tardé en hacérselo saber.

-Te necesito, Salva. Ahora mismo.

Como toda respuesta me besó y me movió para quedar enfrentada a él, sobre sus piernas. Enseguida noté la evidencia de su deseo, y pensé que debíamos estar locos por buscarnos en este momento. O tal vez era lo contrario. Tal vez estábamos muy cuerdos y esta era nuestra forma de huir de la realidad que nos cerraba el cerco. De pronto no nos importó que estábamos en medio del bosque, con mosquitos y vaya a saber Dios qué otros insectos o animales. Salva me sacó el jersey que llevaba y yo hice lo mismo con su chaqueta de cuero. Estábamos sucios y cansados, pero en ese momento éramos solo nosotros dos en el mundo, ardiendo del deseo de volver a sentirnos piel con piel.

Salva acomodó con cuidado algunas de nuestras prendas como "manta" improvisada y me acosté sobre ellas. Luego se colocó sobre mí y continuó besándome delicadamente. Hicimos el amor sin pensar en la pesadilla que estábamos viviendo, a la luz del fuego y con nuestros cuerpos ardiendo a pesar del frío de la noche. Lo necesitaba tanto, necesitaba dejar de sentir dolor por al menos un rato, y él me lo concedió. Hubiera dado mi vida entera por hacer que ese momento fuera eterno, sin nada más que nosotros dos, en otra realidad.

Cuando terminamos, agotados y extasiados, nos volvimos a vestir para no congelarnos y nos quedamos abrazados junto al fuego. Mientras mirábamos las llamas ardiendo, le pregunté a Salva acerca de lo que habíamos visto en el sótano del restaurante.

-¿Por qué el cuerpo de Ailén estaba así, como perdiendo la carne, si no hacía más que unas horas que la mataron?

-Lo cubrieron con cal viva -me respondió. -La cal quema los tejidos, evitando la descomposición y por ende el olor. Pero por más que entierren el cuerpo siempre queda algo de olor. De hecho lo sentimos al entrar, ¿recuerdas? Igualmente te digo que nunca había visto algo así. Es un horror lo que han hecho. Dios sabe quién más está enterrado allí.

Me pareció ver que sus ojos se llenaban de lágrimas, y me pregunté qué le pasaba. Pronto se recompuso y sacó del bolsillo de su cazadora la caja de madera que había traído de aquel sótano.

-Revisemos esta caja, ¿te parece? -propuso, y yo acepté. Estaba muy cansada pero no creía poder dormir. No, sabiendo que la cabeza de Salvador tenía precio.

Salva me tendió la cajita y comenzamos a revisarla. Yo sacaba las cosas y las observábamos juntos. Lo primero que encontré encima del todo fueron los pendientes de Ailén y sus anillos. Verlos allí fue muy doloroso, guardados en esa caja como un macabro tesoro. Me pregunté qué tan pervertido tenía que estar mi padre, o Pedro, para guardar esos "trofeos". Cuando logré frenar mi llanto continuamos observando las diferentes alhajas. Por el botín existente, parecía que la mayoría de las víctimas eran hombres, ya que había muchas alianzas de matrimonio y algunas pocas cadenas o pulseras masculinas. Observé con detenimiento y cierta dificultad por la escasa luz los nombres grabados en las alianzas: Ana, Estela, Isabel, Carmen, y muchas más. Pensé en esas mujeres que estarían desesperadas buscando a sus esposos desaparecidos y no pude evitar sentir un escalofrío al pensar en cuántas vidas había dañado mi padre.

En la caja también había algunas alhajas de mujer, aparte de las de Ailén, pero eran minoría. Algunos pendientes y anillos que indicaban que mi padre no se detenía ante nadie. Una vez más me pregunté si sería capaz de matarme a mí también. No sé qué sería peor, si eso o encerrarme en algún sitio. Él me conocía, sabía que no iba a quedarme callada. Me estremecí al imaginar cualquiera de los dos panoramas: muerta o encerrada, estaría lejos de Salva. Eso si él lograba sobrevivir. De pronto, pensar en ese panorama hizo que no me importe mi futuro. Si él moría, no me importaba más nada.

Seguí revisando la caja y cada vez encontrábamos artículos más antiguos. Las cadenitas y los dijes o anillos estaban desgastados y opacos.

Casi en el final encontré algo que me heló la sangre: una cadenita gruesa de plata, de hombre, y colgando de ella una cruz. Una gran cruz. Era hermosa, fabricada con un entramado muy bonito, y alrededor de la cruz un círculo. Parecía ser de bronce por su tonalidad rojiza, pero al acercarla a la luz del fuego vi que en realidad estaba cubierta de sangre seca, por eso ese color. Entonces lo recordé. Ya había visto antes esa cruz. Era la que llevaba el pobre hombre que vi ser asesinado a mis siete años. Las imágenes volvieron a mí con una nitidez espeluznante, sobre todo el momento en que la sangre cubrió por completo su pecho.

Me tapé la boca con la mano derecha mientras que la izquierda seguía sosteniendo la cadena con la cruz.

-Ay, Dios. -dije cerrando los ojos con fuerza. -Esta cadena es la que llevaba el hombre que vi morir. Es increíble que lo recuerde después de tantos años.

Salva me abrazó para consolarme y me quitó de las manos la cadenita, pero cuando se disponía a dejarla en la caja, la sostuvo en su mano y cerró sus ojos. No quise decir nada porque entendí que estaba abrumado por el momento, pero tuve que intervenir cuando noté que las lágrimas empezaban a correr por sus mejillas.

-Salva: ¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras, mi amor?

Como toda respuesta se separó de mí, se incorporó y comenzó a desvestirse. Por un momento pensé que había perdido la cabeza, pero cuando vi que se quitaba la camiseta entendí lo que quería mostrarme. Su espalda. El tatuaje que lo atravesaba. Era la misma cruz que tenía en la mano. ¿Cómo no me había dado cuenta?

Quedé asombrada por la casualidad de que tuviera el mismo dibujo en su piel, pero terminé horrorizada cuando escuché sus próximas palabras.

-Lola, el hombre al que viste asesinar cuando eras niña...era mi padre.

Secretos en la AlhambraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora