Capítulo 8 - Rutinas

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Nos amoldamos con facilidad a la nueva rutina con Salvador en el restaurante. Enseguida aprendió los pormenores y detalles de la tarea y se volvió rápidamente uno de los camareros más populares de Arguiñano. Era simpático con todos: los hombres le daban charla, y las mujeres le prestaban una especial atención. No demoró en ponerse a la delantera con el bote común de las propinas, y la clientela se mostraba feliz y dispuesta a volver.

Adquirimos la costumbre de quedarnos hasta la hora del cierre. Bueno, yo siempre lo hacía, pero ahora él se quedaba conmigo. Limpiaba las mesas y ponía encima las sillas, para facilitar la tarea de las chicas que limpiaban el local; y yo cerraba la caja. Si yo terminaba antes, lo ayudaba. Si él lo hacía, me ayudaba con la caja. Habitualmente trabajábamos en silencio, o escuchando música. A veces me preguntaba sobre mi infancia o mi familia, y yo le respondía. También yo le hacía preguntas. Sus respuestas, en cambio, eran bastante escuetas. Era más bien silencioso. Pero me gustaba su compañía. Sin pretensiones, sin cuestionamientos. Todo lo que no tenía en casa.

Cuando llegaba a mi departamento, después de cerrar, Pedro generalmente me estaba esperando. Seguíamos en esa rutina de pareja secreta. Para el resto, él no era más que la mano derecha de mi padre. Para mí, era mucho más. Solo que me estaba hartando su cobardía.

Una noche de sábado, cerca de la una de la mañana, cuando todavía no se habían ido todos del local, discutí fuerte con Pedro. Yo quería salir a pasear por el centro, ir al cine, tomar un helado, estaba harta de que pasáramos en casa. Y como siempre, las respuestas de cada día: "Que nos pueden ver", "Que alguien puede ir con el cuento a tu padre", "Que no es momento"... Entonces me harté y estallé. Fue en voz baja para que no nos escucharan, pero habíamos tenido un pleito bastante grande. Pedro se fue del restaurante, muy molesto, y yo me quedé en la sala de personal, llorando de la rabia y la impotencia, sola.

Al cabo de unos minutos, Ailén entró, y se alarmó mucho al verme así. Me abrazó y me consoló mientras le contaba nuestra discusión, pero después me tomó la cara con sus manos y me fue sincera.

-¿Puedo ser honesta, amiga? Pero honesta de: "honestidad brutal"...

-Claro. -dije mientras me sobaba la nariz.

-Tú aceptaste esta relación, así como venía en el paquete. Pedro siempre fue sincero contigo, nunca te prometió algo que no era. Creo que el problema es que sigues esperando que algo cambie cuando está claro que no lo hará, porque las reglas del juego estuvieron claras desde un principio. Es como si te hubieras liado con un tío casado: los tíos casados nunca dejan a su esposa, por más promesas que hagan. Pedro no va a abandonar a tu padre, ni le va a contar lo que siente por ti.

Sus palabras me dolieron mucho, porque sabía que eran verdad. Es solo que me había querido engañar pensando que se la jugaría por mí.

-Ay, Lolita. Odio verte así. -dijo acariciando mi mejilla, mientras hacía un puchero. - Creo que tienes que tomar una decisión. Pero lo harás mañana.

-¿Mañana?

-Mañana. ¡Porque hoy nos vamos de juerga! Vamos, cerremos la caja y nos piramos de aquí, que la noche es joven y queda mucha tela por cortar.

-Ailén, estás equivocada si crees que tengo ganas de salir después de la pelea que tuve con Pedro. No me apetece.

-Pero a mí sí. Compláceme, por favor. Salimos un rato, tomamos algo, bailamos un poco y vas a ver que mañana verás todo con otros ojos.

No sé cómo lo logró, pero lo hizo. Me convenció. Terminamos de cerrar la caja, nos despedimos de los que aún quedaban y nos fuimos para mi departamento a vestirnos para la ocasión.

Ailén, siempre llamativa, eligió una minifalda negra y un top plateado, con unas botas de media caña altísimas. Yo me decanté por un look más sobrio: un top strapless negro; y un pantalón azul de jean. En los pies me puse unos zapatos de punta color rosa, que le daban el toque de color necesario. Me hice una coleta baja y me maquillé suavemente. Me miré al espejo, conforme con el resultado, y partimos juntas a romper la noche.

Después de muchas vueltas terminamos en Mae West, una de las discotecas más grandes de Granada

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Después de muchas vueltas terminamos en Mae West, una de las discotecas más grandes de Granada. Era enorme, con tres salas con música diferente y una espectacular terraza para refrescarse del bochorno del amontonamiento de gente.

Una vez aclimatadas a la disco, fuimos a la barra y nos pedimos unos tragos. Ailén pidió un Cosmopolitan y yo ordené un Martini. Decidí que sería el único trago de la noche. Después me pasaría a la cerveza. Los tragos me dejaban tonta del todo, y no estaba en condiciones de emborracharme y perder el control.

Bebimos nuestros tragos y fuimos a la pista a bailar. Nos movimos con soltura y alegría hasta que nos empezaron a doler los pies. Rechazamos a cuanto tío se nos acercaba para invitarnos a bailar. Esa noche era para nosotras.

No sé dónde quedó mi propósito de no beber más que un Martini. Seguramente quedó en el fondo de mi cartera junto con los veinte euros que guardaba para emergencias. La cosa es que cuando iba por mi quinto trago, los párpados me empezaron a pesar un poco, pero lo estábamos pasando en grande, así que me olvidé del cansancio y seguimos la fiesta. Si yo iba por el quinto, Ailén se había acabado el octavo o noveno, e iba como una cuba. En un momento, mientras bailábamos una canción de Marc Anthony, los ojos de mi amiga se abrieron como platos, me apretó las manos y me dijo en un susurro:

-¡No vas a creer quién está aquí! ¡No voltees! Que viene para acá. ¡Ay, qué guapo está, por favor!

Antes de que pudiera reaccionar, apareció Manuel, el chico que había renunciado al restaurante después de acabar con nuestro stock de copas, y por quien había entrado Salvador. Nos saludó efusivamente y se detuvo un poco más del tiempo recomendado para observar a Ailén. Ella disfrutó cada segundo de su saludo y pude ver el momento exacto en el que entre los dos saltaron las chispas. Manuel invitó a bailar a mi amiga y ella en un principio lo rechazó para no dejarme sola, pero después de que le insistí varias veces y le dije que estaría bien, se fue con él a la pista. Yo me quedé un poco apartada del centro, bebiendo un botellín de cerveza. Borracha y con mi amiga, sí. Borracha y sola, nunca. Fue cuestión de dos o tres canciones que miré al centro de la pista y vi cómo Manuel le comía la boca a Ailén. Estaba claro que esa noche volvería sola a casa. Gracias a Dios por los veinte euros de emergencias, pensé con melancolía. De todos modos, a pesar de alegrarme por mi amiga, no pude evitar sentir algo de tristeza. Deseaba estar en su lugar, aunque con Pedro, pero debía entender que eso no ocurriría.

No quise seguir pensando para no entristecerme más, así que decidí que era hora de irme. Le mandé un mensaje a Ailén, intentando sonar despreocupada, para que no se sintiera culpable:

***Cariño, estoy muy cansada. Mejor tomo un taxi y voy para casa. Tu diviértete con Manu. Usen protección 😏. Mañana me cuentas. Te quiero***

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