𝑽𝒆𝒊𝒏𝒕𝒊𝒏𝒖𝒆𝒗𝒆

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Tom miraba distraídamente por la ventana del tren, concentrándose en cómo el paisaje se movía y cambiaba afuera. Nunca se había sentido tan desesperado en toda su vida como en esos momentos. La tranquilidad había desaparecido cuando Emerald desapareció y solo la recuperaría cuando la tuviera de nuevo con él, sana y salva. Pero a medida que las horas pasaban y no lograban encontrarla, más angustiante se tornaba la situación y él se sentía peor. Nunca se había preocupado por nadie más que por él mismo, pero en esos momentos hubiera dado lo que le quedaba de su alma solo para volver a verla aunque fuera una sola vez más. Albus se sentó frente a él y juntó las manos sobre el regazo. Tom lo miró a los ojos. 

—Usted nunca me ha agradado ni un poco —le dijo—, hasta parece un mal chiste que me haya enamorado de su hija.

Albus sonrió.

—Tú tampoco me has caído bien nunca, pero aquí estamos, teniendo que confiar el uno en el otro para poder volver a ver a la persona que más queremos.

Tom sonrió también.

—No sé por qué siento que en lugar de estar más cerca, cada vez estamos más lejos de encontrarla.

Albus buscó en sus bolsillos y sacó una carta. Se la tendió a Tom y él la recibió.

—Ya sabemos dónde está —dijo Albus, y sonrió.

Tom levantó la mirada de la carta y sus ojos brillaron de manera inusual.

—Tenemos que ir por ella ya mismo —dijo— antes de que sea demasiado tarde.

—Ya estamos entrando a Londres, iremos de inmediato —dijo Albus.

Poco después bajaron del tren, Tom se puso el abrigo porque desde que Emerald había desaparecido, nunca dejaba de sentir un frío muy extraño que se metía en sus huesos y le congelaba el alma. Metió las manos en los bolsillos y sujetó su varita. Había averiguado cuanto había podido sobre Grindelwald, sabía que era un mago oscuro poderoso, tal vez el más poderoso de todos los tiempos. Pero Tom conocía muy bien sus propios poderes y sabía que no eran cualquier cosa. Se enfrentaría a Grindelwald de igual a igual, estaba dispuesto a todo.

Mientras tanto, Emerald hacía grandes esfuerzos por no gritar.

—¡Crucio! —Grindelwald esbozó una sonrisa cruel y ella se retorció de dolor a causa de la maldición.

El efecto tardó mucho en pasar. Grindelwald salió de la habitación y Vinda Rosier entró. Sonrió y se acercó a Emerald.
 
—¿Demasiado para ti? —preguntó y le tendió la mano.

Emerald odiaba a esa mujer, y se preguntaba quién sería peor entre Grindelwald y ella. Tomó la mano que le tendía y usó las pocas fuerzas que le quedaban en atraerla, mientras la golpeaba en la rodilla para hacer que cayera al suelo. Cuando lo logró se puso sobre ella y buscó su varita hasta encontrarla en uno de sus bolsillos.

—¡Petrificus totalus! —dijo.

Se levantó despacio porque sentía que todo daba vueltas a su alrededor y salió de la habitación.

La luz le hirió los ojos y sentía que en cualquier momento iba a desmayarse. Necesitaba salir de ahí. Avanzó con cuidado, pegada a la pared y esperando que Grindelwald se hubiera ido lo suficientemente lejos para no darse cuenta de que se estaba escapando. Lo había intentado en más de una ocasión y siempre terminaba con él lanzándole crucios. No entendía por qué no la había matado ya. Le servía mucho más viva, para manipular a Albus.

Estaba en un lugar laberíntico y confuso del que no era fácil encontrar la salida, por eso deambuló por un rato sin encontrar ninguna puerta que la condujera al exterior.

—¿A dónde crees que vas? —escuchó la voz de Grindelwald tras ella— ¡Crucio!

—¡Protego! —pudo gritar el encantamiento escudo a tiempo, la maldición chocó contra él y no la alcanzó.

—¿De verdad crees que pudes escapar así como así? No sabes con quién estás tratando. De aquí solo saldrás muerta —Grindelwald intentó lanzarle otras maldiciones que fueron haciendo desaparecer el escudo. Silbó y alguien apareció tras ella.

—Aurelius —dijo.

—¡Desmaius! —dijo el aludido.  

Emerald se desmayó y cuando despertó estaba sentada en una silla y atada con magia. La cuerda le rodeaba el cuerpo y Grindelwald estaba detrás de ella. Sintió la punta de la varita en el cuello.

—Recuerda una cosa, Emerald: Nadie y menos tú ha podido ni podrá nunca burlar mi inteligencia —dijo.

En ese momento la puerta se abrió y entraron Albus y Tom. Sacaron las varitas y le apuntaron a Grndelwald.

—Sabía que vendrías —Grindelwald sonrió.
—Deja a mi hija fuera de esto —Albus sostuvo con fuerza la varita en la mano, sentía que se le iba a caer. Encontrarse cara a cara con un antiguo amante que se ha convertido en un desconocido puede ser algo muy duro, sobre todo cuando no has dejado de amarlo ni un segundo a pesar de que sabes bien quién es.

La cuerda comenzó a desaparecer. Emerald sonrió al volver a ver a Tom. No importaba si Grindelwald la mataba ahí y ahora, al menos había podido verlo una vez más. Grindelwald tenía sus ojos fijos en los de Albus y ambos hombres estaban perdidos en los recuerdos del pasado. Alejó la varita del cuello de Emerald para apuntarle a Albus. 

—¡Avada kedavra!

 

𝐃𝐞𝐬𝐭𝐢𝐧𝐨 || 𝐓𝐨𝐦 𝐑𝐢𝐝𝐝𝐥𝐞Donde viven las historias. Descúbrelo ahora