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*Ratón

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*Ratón.

Nadie me llamaba así, solo él, y hacía tanto tiempo que no oía aquel mote que pensaba que jamás volvería a escucharlo.

Ni en un millón de años me habría atrevido a soñar con volver a verle. Y sin embargo allí estaba, y yo no podía dejar de mirarle. En el chico que tenía delante no quedaba nada del niño de trece años que yo había conocido, pero era él. Eran sus mismos ojos marrones y cálidos con motas doradas y su misma piel que parecía de marfil al sol, un rasgo heredado de su padre, que seguramente era muy blanco, coreano.

No sabía de dónde era su madre ni de dónde procedía su familia materna. Uno de nuestros... asistentes sociales pensaba que su madre podía ser mezcla de blanca y europea, austriaca quizá, pero probablemente nunca lo sabría.

De pronto le vi: vi al que había sido antes, al de nuestra infancia, a ese niño que era para mí lo único estable en un mundo caótico. A los nueve años (mayor que yo, pero aun así muy pequeño), se había interpuesto entre el señor Shin y yo en la cocina como había hecho tantas veces antes, mientras yo me aferraba a Terciopelo, la muñeca pelirroja que él acababa de devolverme. Yo apretaba con fuerza la muñeca, temblando, y él sacó pecho, separó las piernas y gruñó cerrando los puños:

-Déjela en paz. Más le vale no acercarse a ella.

Hice un esfuerzo por sustraerme a aquel recuerdo, pero había salido tantas veces en mi auxilio por una razón o por otra, hasta que ya no pudo más, hasta que su promesa de protegerme siempre, se hizo pedazos y todo, todo se rompió...

Respiró hondo y cuando habló su voz sonó baja y ronca.

-¿Eres tú de verdad, Ratón?

Vagamente consciente de que la chica sentada a su lado nos estaba observando, me fijé en que tenía los ojos tan abiertos como yo. Noté la lengua paralizada, y por una vez se me hizo raro, porque él era la única persona con la que nunca me había costado hablar. Pero eso había sido en otro mundo, hacía siglos.

Una eternidad.

-¿Molly? -susurró.

Se había vuelto completamente hacia mí y pensé por un instante que iba a levantarse y a saltar por encima de la silla. Y habría sido muy propio de él, porque nunca le había dado miedo hacer nada. Nunca. Estábamos tan cerca que vi la tenue cicatriz que tenía encima de la ceja derecha, uno o dos tonos más clara que su piel.

Me acordé de cómo se la había hecho y sentí otra vez aquella opresión en el pecho, porque aquella marca simbolizaba una galleta rancia y un cenicero roto.

Un chico sentado delante de nosotros se había vuelto en su asiento.

-Hey. -Chasqueó los dedos cuando no obtuvo respuesta-. Hey, tío, hola.

No le hizo caso y siguió mirándome como si se le hubiera aparecido un fantasma.

-Pues vale -masculló el chico, y se volvió hacia la chica, pero ella tampoco le hizo caso.

Dear Silence ▹ jjkDonde viven las historias. Descúbrelo ahora