3. Intruso

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Hannah estaba descubriendo que el problema con los bigotes falsos era que tenían una propensión alarmante a despegarse. Especialmente cuando la dama que vestía el ingenioso disfraz estaba sudando. Y ella, definitivamente estaba sudando; porque actualmente estaba cometiendo al menos cuatro crímenes en un audaz intento de infiltrarse en la Asociación de Anticuarios y Arqueólogos de Londres. El portero examinó su tarjeta, sus pesadas papadas cayeron mientras fruncía el ceño.

—Sr. ¿Gautier?

—Así es —respondió fingiendo su mejor acento francés, se aclaró la garganta, bajando la voz media octava por si acaso. Se alisó el bigote, rezando para que la pasta adhesiva lo mantuviera en su lugar—. Mi tío, monsieur Laurent Gautier, está excavando cerca de Roma y me envió en su lugar ya que hoy estaría abierto para buscar nuevos socios.

—Esto es algo realmente irregular. Las invitaciones son personales.

Hannah se encogió de hombros, fingiendo una indiferencia que estaba lejos de sentir. —De igual manera, no quiero asistir a la reunión, seguro que será un aburrimiento, pero le prometí al viejo que le enviaría notas. Así que, déjame entrar, se un buen tipo y te prometo no roncar demasiado fuerte desde el banco trasero.

El hombre no se movió, ni siquiera se inmutó un poquito. Al parecer, los arqueólogos lo habían contratado por su exceso de cautela y falta absoluta de humor. La frustración pulsó a través de su mente. Ella debía pasar por esta puerta. No le habían dejado más remedio que crear un subterfugio. Tenía tanto derecho como cualquier otro de los que estaban allí a estudiar el diamante Hope y su diario de cerca, antes de que lo trasladaran al Museo Británico para su exhibición pública, siempre rodeado de espectadores y guardias. Ese diario era la clave para descifrar los misterios y secretos de las notas que tenía en su poder. El lenguaje escrito era difícil de descifrar. Tenía tres columnas con la misma inscripción, cada una en un idioma diferente: griego, escritura egipcia y latín.

Alguien se había empeñado bastante en que nadie pudiera descifrar el mapa del tesoro ahí descrito. Había pasado gran parte de los últimos dos años en expediciones arqueológicas y necesitaba ver la escritura para corroborar su traducción de un texto que creía que podría llevarla a uno de los mayores premios de la arqueología: el tesoro maldito de los diamantes azules. Tan solo pensar en ello le aceleró el pulso. Si localizaba el lugar exacto en el que se encontraba el tesoro, los hombres ya no podían reírse de ella, ni tampoco podrían excluirla de sus sociedades y mucho menos despreciar su trabajo.

Incluso el "famoso arqueólogo", el barón Fawler, su antiguo mejor amigo y actual archienemigo, no podría ignorar sus logros nunca más.

Hannah había sobrevivido a múltiples ataques, con cuchillos, mordeduras de serpientes venenosas y a las gruñonas matronas de Almack's. Un portero demasiado entusiasta era un juego de niños.

—Ahora, mira aquí, no me gusta este retraso ni un poco —dijo ella infundiendo a su voz un desdén aristocrático, como la que hacía su hermano cuando esperaba obediencia absoluta—. Monsieur Gautier seguramente se enterará de tu insolencia. El tío envió un mensaje a sir Killian O'Sullivan, de que yo vendría en su nombre.

Una carta que ella había falsificado, otro delito punible. Si la arrestaban el día de hoy, ni siquiera su hermano, el poderoso duque de Hastings, podría salvarla. Los hombres tendían a tomar sus reglas muy en serio, especialmente las que mantenían a las mujeres sumisas, serviles y en el lado equivocado de la puerta.

—Espere aquí, señor —dijo el portero desapareciendo por la puerta arqueada de Camden House, dejando a Hannah de pie en la entrada.

Los carruajes traqueteaban al pasar. Un hombre intentaba pastorear ovejas al otro lado de la avenida. Un vendedor de trampas para ratas mostraba sus productos sacudiendo jaulas llenas de ratas vivas en las caras sorprendidas de los transeúntes.

La Misión del BarónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora