27. No otra vez

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  —Le jeu est prêt, Messieurs et Mesdames —anunció el crupier, un hombre delgado que vestía un chaleco a rayas rojas y negras que hacía juego con los colores alternos de la mesa de juego.

Los pensamientos de Hannah iban de un lado a otro.  El juego estaba listo. Y no solo el juego de azar en el que había apostado el dinero de su hermano esta noche.

  La mirada de Fawler no se había apartado de André Dubois, y la mirada de este no se apartaba del collar que ella llevaba puesto, y la increíblemente encantadora compañera de Dubois, la señorita Meurant, no había quitado los ojos de Fawler desde el momento en que entraron.

El mal que emanaba de André Dubois se sentía como un aura casi visible. Su mirada le dio una sensación de frío en la boca del estómago. Fawlker no había estado exagerando sobre lo malvado que era este individuo.

  Su rostro tenía líneas planas, como si hubiera sido dibujado en la pared de una cueva por un artista antiguo que no hubiera aprendido el significado de la dimensionalidad. No podía considerarse guapo, aunque, por una extraña razón ella no podía apartar los ojos de él. Tenía una ligera sobremordida que hacía que su labio superior sobresaliera. Sus ojos eran azul claro y su cabello castaño claro, casi rubio, con unas orejas altas que apenas tenían lóbulos, pómulos altos y una ligera torcedura en la nariz.

—Noir —señaló el crupier volteando otra carta boca arriba. Continuaría repartiendo hasta que las cartas giradas excedieran los treinta puntos en número. Luego haría lo mismo con el paquete de tarjetas rojas.

  Levanto su mirada a Dubois, podía jurar que escuchó música siniestra de fondo. Violonchelos raspando rítmicamente, tambores golpeando con un ritmo insistente, música para señalar que algo muy malo estaba a punto de suceder en esta sala.

  Esta habitación opulenta y ostentosa, parecía un reloj dorado gigante, todas las paredes color crema y el oro cubriendo cada superficie disponible. Este hombre quería que el mundo supiera que era rico y poderoso. Los tiranos más mezquinos solían hacerlo.

  No había nada de buen gusto en la habitación. Todo fue diseñado para dominar los sentidos con lujo exagerado. Era un hombre obsesionado con la riqueza que haría cualquier cosa por oro. Pisotearía a cualquiera en su camino.

  Madame Meurant era simplemente un accesorio caro, valorado solo por su belleza.

  Si tuviera que aventurarse a adivinar, diría que Fawler y la madame se conocían bastante bien. Gracioso, porque él no había mencionado que la conocía, solo que ella era la amante actual de Sir Darlington.

  Podría ser, que fuera una antigua amante. Una oleada de celos al rojo vivo hizo temblar sus dedos contra la mesa. «Nada de eso, ahora. Relájate. No puedes ser posesiva con algo que no te pertenece».

  Sacudió los pensamientos ridículos de su mente, concentrándose en lo que importaba en el momento. Se dedicó a observar a monsieur Dubois mientras giraban las cartas.

  Sus pensamientos volaron tan rápido como las cartas. Apenas se dio cuenta cuando se anunció que el rojo era el ganador. Se anunció una interrupción del juego y la mayoría de los apostadores se dispersaron. Madame Meurant, se colgó del brazo de Fawler y Dubois, se unió a ella.

  —¿Te estás divirtiendo, lady Hannah?

  —Inmensamente, señor.

  ¿O tal vez debería llamarte la hija del escándalo? —inquirió, observando su reacción. Sus ojos pálidos se arrugaron en los bordes pero sus labios no sonrieron.   

—Yo respondo a ambos.   

—¿Cómo recibiste tu apodo, puedo preguntar?   

—Oh, a las hojas de escándalo les encanta poner apodos a todos. Soy una mujer en una ocupación poco convencional, así que debo amar el peligro, si quiero sobresalir. No obstante, también se debe a que tuve un padre un tanto escandaloso el cual no temía a la censura y la burla de la buena sociedad inglesa.   

La Misión del BarónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora