8. Shakespeare

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  «Quiero besarte enloquecedora mujer, terca, exasperante, voluntariosa y testaruda».

  Tal vez Fawler podría besarla para que accediera a quedarse en Londres. Inmediatamente rechazó la idea. No, no era por eso que quería besarla.

  Quería besarla porque eso era lo que siempre quiso.

  Había estado negando su obsesión durante tanto tiempo que cuando finalmente se permitió pensar en eso se negó a dejarlo ir, dejó vagar los pensamientos en su mente, libres tal como una liebre corriendo sobre una pradera.

  Dioses, deseaba tanto besarla. Quería presionar sus labios contra los de ella cada vez que vislumbró sus esculturales curvas a través de una concurrida avenida, quería correr tras de ella y besarla hasta el olvido. Había querido besarla la noche anterior cuando detectó astutamente que el collar y el diario era una falsificación.

  Sobre todo, quería reclamar sus labios en este momento, ya que ella lo provocaba con su terquedad; mientras arremetía y lo acusaba de ser el peor sinvergüenza del mundo. Y lo era, claro que sí, él era el peor tipo de sinvergüenza.

  Y era por eso que casi podía saborear el cielo que sería tocar su boca. La dicha que sería la suavidad de sus labios.

  Era por eso que sus pensamientos iban mucho más allá de besar a Hannah sobre ese conveniente escritorio de caoba con sus faldas de algodón monótonas levantadas hasta la cintura, jadeando mientras él la complacía.

  Estos eran los momentos en los que era más difícil recordar por qué no podían estar juntos,  ser amantes en lugar de enemigos. Cuando ella estaba fuera de sus sueños y parada frente a él, cálida y real, su pecho subía y bajaba por la emoción, la piel de su garganta se sonrojaba, sus ojos brillaban como la rara Perla Peregrina, la pieza central del invaluable collar que él tenía en su poder. El collar que él había descubierto.

  Ella lo había acusado de quedarse con el collar para que sus amantes lo modelaran.

  Se había quedado con el collar porque le recordaba a Hannah, era todo lo que nunca podría tener. Y siempre se la había imaginado a ella usándolo al rededor de su cuello.

 Nadie más lo haría. Nadie más era digna.

  Golpeó sus guantes contra su muslo. —Maldito sea todo esto, Hannah. Las antigüedades robadas son mi especialidad. Sabía que se estaba pasando al no colocarle el título adecuado a su nombre, pero no importaba, tenía que hacerla entrar en razon.

  —Aquí vamos, teniendo la misma conversación que predije —reprochó ella, con una sonrisa burlona que le recordaba a la que siempre intentaba mantener cuando hablaba con ella—. Te expliqué anoche que los jeroglíficos e idiomas antiguos son mi especialidad. Solo quieres la gloria y la fama de ser un héroe para Inglaterra. De hecho, necesito el diario para mi investigación.

  —Entiendo que requieres el... diario —añadió, susurrando las palabras, guardó los guantes en el bolsillo de su abrigo y se llevó la mano al corazón antes de decir—: Te lo juro, Hannah, que lo pondré en tus manos a salvo y podrás investigarlo a tu antojo.

  En lugar de apaciguarla, su proclamación galante solo hizo que ella entrecerrara los ojos y lanzará dagas de ira hacia él.

—Me traerás la antigüedad robada y la pondrás a mis pies como un caballero que mata un dragón por una princesa, ¿es eso?

—Si quieres verlo así.

¿Qué estaba mal con los impulsos nobles? Lucharía contra todo el inframundo de París, él solo, si eso significaba mantenerla a salvo.

La Misión del BarónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora