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Desvié la mirada de la ventanilla en cuanto anunciaron por el altavoz que la siguiente parada era Girona, donde me tenía que bajar. Habíamos pasado Barcelona hacía algo más de media hora, y curiosamente se me había hecho más larga que las dos horas y media de Madrid a Barcelona, que me había pasado trabajando.

Me había dado tiempo a terminar un artículo para la revista digital en la que trabajaba, así que estaba satisfecha por haber invertido bien el tiempo. Reconocí la encantadora ciudad poco después del anuncio por altavoz, y el tren no tardó en llegar a la estación.

Salí del tren y me dirigí, sin tener que mirar el mapa en mi móvil porque todavía recordaba el camino, hacia la estación de autobuses. Estaba a punto de llegar cuando me fijé en la persona que estaba apoyada en un coche gris, pequeño y antiguo.

—¿Jan? —pregunté al acercarme y reconocer su silueta alta, los ojos verdes y el pelo oscuro—. ¿Qué haces aquí?

Él me dio una de esas amplias sonrisas que tan habituales eran en él y que yo tanto había echado de menos.

—Su carruaje está listo para llevarla al pueblo, señorita. —Mi hermano hizo una reverencia, y reí antes de ir a abrazarlo.

Lo envolví con los brazos para estrecharlo contra mí. Él llevó un brazo a mi cabeza y acarició mi pelo, también castaño pero mucho más claro que el suyo. Inhalé, impregnándome de su olor, ese que me recordaba a casa... Y, por primera vez, sentí que era una buena idea haber venido.

Jan seguía sonriendo cuando nos separamos.

—¿A eso le llamas carruaje? —cuestioné, con una ceja levantada, señalando el coche en el que lo había visto apoyado.

—Tiene como tres millones de años, pero tira de maravilla. Me lo consiguió Pol a muy buen precio, así que no puedo quejarme.

—¿Ahora Pol es vendedor de coches, o qué?

—No, pero trabaja en el taller de su padre, y tiene contactos.

No me extrañaba. Pol siempre había sido un enamorado de los coches, seguramente por influencia tanto de su padre como de su abuelo, que tenían un taller, así que él siempre había vivido rodeado de coches. Lo que me parecía raro era que no estuviera estudiando Diseño Industrial, o algo parecido, como siempre había querido hacer.

Al final resultó que Jan no mentía, y el coche, a pesar de su apariencia ruinosa, funcionaba bien. No era un Ferrari, claro estaba, pero lo veía capaz de soportar la hora que nos separaba de nuestro destino.

Mi hermano me estuvo poniendo al día durante casi todo el trayecto. Sus estudios iban bien, estaba cursando un grado de Ciencias Ambientales en la universidad de Girona, y quería encontrar un trabajo para el curso siguiente para poder mudarse a la ciudad, ya que hacer un trayecto de dos horas en coche varios días a la semana no le salía rentable, aunque iba con dos estudiantes más de un pueblo cercano y compartían gastos.

Jan tenía dieciocho años, casi tres menos que yo, pero iba a cumplir los diecinueve en unos meses. Habíamos vivido juntos en el pueblo hasta que, diez años atrás, nuestros padres se habían separado. Mi madre había tenido que volver a Madrid, porque le había salido un buen trabajo, y yo había insistido en irme con ella, mientras que Jan se había negado a dejar el pueblo. Por eso, y en contra de lo que muchas familias suelen hacer, cada uno se había quedado con un padre.

A partir de entonces, nos veíamos dos veces al año: en Navidad, cuando Jan venía a Madrid, y en verano, cuando yo iba al pueblo... hasta cuatro años atrás, que yo había dejado de ir.

—La abuela está muy contenta de que vengas —me dijo a mitad de trayecto, cuando yo estaba distraída mirando los extensos campos que rodeaban la carretera—. Lleva toda la mañana cocinando.

Hasta que acabe el veranoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora