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¡Es todo precioso! —nos aseguró Montse con entusiasmo—. Hoy hemos ido a la Iglesia de los Santos Apóstoles, ¡es una maravilla!

¿Qué tal la cabra nueva? —preguntó mi padre, que leía el periódico distraídamente.

Supongo que había comprado uno internacional en inglés, porque dudo que entendiera el griego.

—Muy bien —contestó Jan con una sonrisa—. La pata se le está curando bien. Mañana lo llevo a que lo vea un pastor que sabe mucho de estas cosas.

—¿Lo llevas para que se lo quede? —intentó la abuela, esperanzada.

—No, lo llevo para que le mire la pata —la corrigió mi hermano, llevándose las manos a las caderas—. Paquito ya es un miembro más de la familia, no se lo vamos a dar a nadie.

—¿Tú te crees que me tiene que hacer pasar por estas cosas a mi edad? —cuestionó ella, mirando la pantalla del móvil, donde Montse reía.

Ya evaluaremos la situación cuando volvamos —contestó ella.

—¿Cuándo volvéis? —pregunté.

El día veintiséis, en once días. —Suspiró.

—Se os acaba la buena vida —dijo Jan en tono burlón.

¿Estarás cuando volvamos, Nora? —preguntó mi padre, desviando la atención del periódico a la pantalla.

—Sí —respondí—. Me quedaré hasta que acabe el verano. Empiezo clases el veintidós de septiembre, así que miraré billetes de tren para irme pocos días antes.

—¡Qué bien! —exclamó la abuela, entusiasmada, porque no le había dicho que me quedaría tanto tiempo.

Al terminar la llamada, la abuela se fue a su habitación para terminar de vestirse, porque había quedado con sus amigas en el centro. Era domingo, el último día de las fiestas mayores, lo que significaba que harían varios actos durante todo el día. Se fue hacia las once, dejándome sola con Jan, porque Samu se había ido a Girona para ver un piso.

—Me aburro —anunció mi hermano a los cinco minutos de estar solos.

—Esta noche tenemos los fuegos artificiales.

—Quedan doce horas para eso —contestó, fastidiado.

—Jan, tienes casi diecinueve años —le recordé—, ya sería hora de que aprendieras a entretenerte solo.

Él soltó un gemido de queja y se tumbó boca abajo en el sofá de la forma más dramática que pudo. Al final se cansó de intentar darme lástima y terminó mirando un documental que hacían en la tele con poco interés. Yo me quedé en la mesa, terminándome el café mientras buscaba temas interesantes sobre los que escribir en mi ordenador.

Al poco rato, nuestros móviles vibraron a la vez, y Jan se incorporó de golpe para mirar el suyo, seguramente esperando que fuera alguien proponiendo un plan. Yo lo leí sin desbloquear el móvil. Era un mensaje en el grupo de WhatsApp que teníamos con nuestros amigos.

Pol: A alguien le apetece dar una vuelta en barco?

Así que media hora más tarde estábamos en el puerto mientras Pol terminaba de preparar el barco de su abuelo para que pudiéramos subir. Mariona y Berta también se habían apuntado, aunque no veía a la primera muy convencida de querer subirse.

—Que te solieras marear de pequeña no significa que vaya a pasarte ahora —la animé—. Quizás lo has superado.

Resultó que no lo había superado, pero aguantó bastante bien durante un rato. Hacía un día increíble, apenas había nubes en el cielo y el sol brillaba con fuerza. Me quedé en bikini en cuanto me subí al barco, me puse protector solar y me eché en la parte delantera. Berta se puso conmigo mientras Jan intentaba que Pol le dejara conducir el barco, pero él se negaba porque mi hermano no tenía carné y él sí, y Mariona les pedía que se callaran porque decía que sino iba a vomitar.

Hasta que acabe el veranoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora