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Me subí el tirante, pasando la mano por toda su extensión para asegurarme de que quedaba bien puesto, y me giré en el espejo para poder mirarme con el vestido puesto.

—Tengo la nieta más guapa del mundo —comentó la abuela, y sonreí.

La abuela llevaba un vestido morado combinado con un sombrero del mismo color, que me recordaba a los que llevaba la reina de Inglaterra. Iba a contestarle cuando las puertas de la habitación de la suite se abrieron y entró Montse, con el batín puesto, caminando a toda velocidad.

—Vamos tarde —dijo—. Ni siquiera tengo el vestido puesto, esto es un descontrol.

Evité decirle que no íbamos tarde en absoluto, porque sabía que serviría para nada. Las otras tres damas de honor, que eran la hermana de Montse, su mejor amiga y su sobrina, ya estaban vestidas, así que su hermana la ayudó a ponerse el vestido. Cuando estuvo lista, el estilista al que habían contratado empezó a trabajar en su peinado, mientras yo terminaba de maquillarme. La abuela salió de la habitación, y yo fui detrás de ella en cuanto estuve lista.

Bajamos al piso inferior del hotel, donde había gente entrando en la sala que habían habilitado para celebrar la ceremonia. Una figura conocida me llamó la atención, y caminé hacia ella.

—¡Pilar! —la llamé.

Mi tía se giró, y cuando me reconoció me dio una gran sonrisa.

—¡Nora! —respondió antes de abrazarme—. Cuánto tiempo, cariño. ¡Estás preciosa!

Saludé también a su marido, que estaba a su lado, y al poco rato entró Miriam, su hija menor, a la que también saludé con entusiasmo, porque hacía años que no los veía. El último en entrar fue Max, su hijo mayor, y vi que iba acompañado.

—Cuánto tiempo, prima —me saludó él cuando nos separamos del abrazo, y miré a la chica que iba a su lado—. Esta es Julia, mi pareja. Julia, esta es mi prima, Nora.

Estuve hablando un buen rato con ellos, hasta que la abuela me avisó de que la ceremonia estaba a punto de empezar. La gente terminó de entrar en la sala, y yo me quedé fuera para esperar al resto de damas de honor, que no tardaron en bajar.

Nos pusimos en fila, en un lado de la puerta, y en el otro se colocaron los caballeros de honor, que consistían en mi hermano, vestido tan formal que me costaba reconocerlo, Joan Armengol, el padre de Pol, y el padre de Mariona, que eran muy buenos amigos de mi padre, y Pedro, otro de sus mejores amigos, que trabajaba con él.

La hija de la sobrina de Montse, que tenía cinco años, hacía de paje, así que entró la primera. Detrás de ella fuimos las damas y caballeros de honor. Caminamos hasta el altar, donde estaba mi padre con mi abuela, y finalmente entró Montse, acompañada tanto por su padre como por su madre.

Cuando por fin estuvo delante de mi padre, todos los que estábamos de pie nos pudimos ir a sentar en la primera fila, y el hombre que oficiaba la ceremonia empezó a hablar.

La boda fue bonita, sentimental y con muchos aplausos. La abuela lloró como una magdalena, y tengo que admitir que yo también me emocioné.

Una vez terminada la ceremonia, nos trasladamos a la sala del hotel donde tendría lugar el banquete. Había una mesa para la familia, donde la abuela, Jan y yo nos sentamos junto con los novios y los padres de Montse.

La hermana de Montse hizo el brindis, y empezamos a comer. Al terminar, cortaron el pastel, bailaron un poco —fue muy gracioso ver a mi padre bailar, aunque se notaba que se había esforzado en aprender—, y luego algunos de los invitados también se unieron a ocupar la pista de baile.

Hasta que acabe el veranoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora