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El lunes me levanté temprano. Tenía un artículo pendiente de entregar esa tarde, así que me puse a trabajar en ello.

"La liquidez del amor en el siglo XXI". Menudo tema me había tocado. La mayoría de las veces era yo la que elegía sobre qué iba a escribir, pero esa vez me lo había pasado la editora, diciendo que estaba segura de que yo, siendo de la generación de la que era, podría darle un punto de vista muy interesante.

Estaba bloqueada. En varias ocasiones me entraron ganas de mandarlo todo a tomar por culo y escribir sobre mi hermano, mi vecina y su amor trágico que solo era imposible porque ellos habían decidido que lo fuera. O sobre los dramas amorosos de mis amigas de Madrid. O sobre cierto amigo de la infancia que me hacía sentir cosas confusas.

Decidí no contarle mi vida personal a toda la gente que leía esa revista y me puse a leer artículos y trozos de los libros de Bauman —que viene a ser el señor al que se le ocurrió teorizar sobre la modernidad líquida y por culpa del cual tenía el cerebro que me echaba humo—.

Al cabo de dos horas, tenía un artículo que no daba lástima. ¿Era mi mejor trabajo? No, pero era presentable. Había intentado darle un punto de vista diferente; en vez de criticar directamente la falta de solidez y la fugacidad de las relaciones personales en la modernidad, había decidido poner en cuestión por qué pasaba eso.

—¡Nora! —me gritó Jan desde el piso de abajo.

Miré al reloj: eran las diez de la mañana. Ni siquiera me había dado cuenta de que estaba levantado, seguramente porque tenía los auriculares puestos con un podcast de esos que trata sobre temas que me daban igual, pero me tranquilizaba tener voces hablando como ruido de fondo.

—¡¿Qué?! —chillé de vuelta.

—¡Baja!

—¡Sube tú!

—¡Que bajes, te he dicho! —insistió.

Respiré hondo antes de levantarme de la silla, esperando que fuera algo importante, porque sino lo iba a matar. Igual quería presentar a Mariona a la familia —como si no la conocieran de toda la vida— como su novia. No tenía ni idea de qué habían hablado dos días atrás, los dos se negaban a contarme nada, y mi lado cotilla se estaba tirando de los pelos. La idea no tenía ningún sentido, pero bajé lo más rápido que pude con la esperanza de obtener algo de información sobre ese tema.

—¡Sorpresa! —gritaron dos voces femeninas que conocía muy bien en cuanto estuve al pie de las escaleras.

Me quedé congelada en el sitio, mirándolas como si se me hubieran aparecido dos fantasmas. Tampoco tuve demasiado tiempo para pensar, porque se me tiraron encima para abrazarme. Jan reía, Canela, a falta de entender lo que estaba pasando, se puso a ladrar, y la abuela iba diciendo "ay, qué majas".

—¿Qué hacéis aquí? —les pregunté en cuanto se separaron.

—No había nada interesante que hacer en Madrid, así que hemos decidido venir a molestarte —contestó Carlota.

—La verdad es que no podemos vivir sin ti —bromeó Paula.

—¿Hasta cuándo os quedáis?

—Hasta que nos eches, bebé. —Paula me guiñó un ojo.

—Hasta el sábado —aclaró Carlota.

—Eso es muy poco tiempo. —Hice un puchero.

—Es la única semana que tenemos vacaciones, y el domingo es el cumple de mi madre —dijo Carlota—. Si fuera por mí, me quedaba un mes entero.

—Ay, cuando queráis, nenas —contestó la abuela, ilusionada. Le encantaba tener invitados.

—Señora Dolores, me han dicho que sus albóndigas son una cosa de otro mundo, así que yo a la que pueda me instalo en su casa —le dijo Paula, y ella sonrió.

Hasta que acabe el veranoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora