—No os olvidéis la crema de sol, que os conozco —dijo mi abuela, rebuscando entre los cajones para ver si encontraba el tubo de protector—. Que Jan a veces vuelve hecho una gamba, y eso es malísimo para la piel.
—Llevo bronceador en la bolsa —contesté.
—Eso no sirve para nada —replicó ella, negando con la cabeza—. Protección cincuenta, como mínimo.
—A ver, abuela, que nos queremos poner ni que sea un poco morenos —rebatió Jan—. Te veo capaz de darnos una crema de factor 800.
—Dudo que eso exista —respondí, divertida.
—Es verdad. —Él asintió con la cabeza—. Si existiera, la abuela tendría veinte botes en casa.
—Dejad de meteros conmigo, sinvergüenzas —se quejó la susodicha.
—Yo no he dicho nada —me defendí.
Por fin encontró la crema, y me metió el tubo en la bolsa.
—Y no os embaléis con las bicis, que luego volvéis llorando y llenos de sangre.
—Ya no tenemos cinco años, abuela —le recordó Jan.
—Tú, en la cabeza, apenas llegas a los diez —bromeó ella, dándole un par de golpes con el dedo en la frente.
—Qué graciosa —murmuró él, fastidiado, mientras yo los miraba con una sonrisa divertida.
Salimos al jardín y bajamos al garaje para coger las bicis. Esa zona se había construido con la intención de meter los coches ahí, pero en esa calle no había problemas para aparcar y siempre dejaban los coches fuera, así que se había terminado convirtiendo en una especie de trastero.
—He dicho por el grupo que íbamos a la playa —comentó Jan mientras sacábamos las bicis del garaje, refiriéndose al grupo de WhatsApp que tenía con los del pueblo—. La mayoría no pueden, pero Berta se apunta.
Desde casa hasta la playa había unos quince minutos en bici. Recordaba el trayecto a la perfección, por lo que fui yo la que iba delante. Jan me seguía, aparentemente sumido en sus pensamientos, y ni siquiera intentamos mantener una conversación, porque íbamos cada uno a lo suyo. Aparcamos las bicis en unos anclajes que habían instalado pocos años antes, y nos aseguramos de dejarlas bien atadas con los candados. Cuando éramos pequeños dejábamos las bicis en cualquier lado sin preocuparnos de nada, pero la zona había ganado mucho turismo en los últimos años y ya no era tan segura como antes.
Berta nos estaba esperando en unas rocas al lado de la playa. Estaba haciendo algo tan típico de ella que me pareció incluso cómico, porque me di cuenta de que no había cambiado nada. Estaba sentada, llevando solo la parte inferior del bikini, y garabateando en una de sus decenas de libretas.
—Buenos días —la saludé, divertida al verla tan absorta en sus dibujos, y ella levantó la mirada.
—Pero si es Nora Castells. —Me dio una sonrisa y, tras dejar la libreta tirada de cualquier manera sobre las rocas, se levantó para abrazarme—. Ya pensaba que te habías muerto.
—Gracias, Berta. —Reí.
Nos separamos, y Jan le chocó el puño a Berta antes de que esta cogiera sus cosas, que se resumían en una toalla, la libreta y un lápiz, y bajamos hasta la arena para buscar un sitio en el que colocarnos. Estábamos a finales de junio, lo que significaba que quedaban pocos días para que la gente de Barcelona empezara a tener vacaciones y las playas se llenaran, así que había que aprovechar.
—Cada día que pasa hay menos gaviotas —me comentó Berta mientras poníamos las toallas en la arena—. Cada verano es igual, parece que noten cuándo empiezan a venir los turistas y se vayan.
ESTÁS LEYENDO
Hasta que acabe el verano
RomanceLa vida de Nora en Madrid es fácil y tranquila: tiene buenos amigos, una madre con la que se lleva más o menos bien, y una carrera prometedora. Un verano, la noticia de que su padre va a casarse la arrastra de vuelta al pueblo en el que vivió sus pr...