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Cuando me desperté, me dolía la cara. El par de bostezos que necesité soltar antes de poder ser una humana medio funcional me hicieron gemir de dolor, y cuando me levanté y me miré al espejo vi que, a parte del corte, tenía un moratón bastante feo.

—Puto gilipollas —murmuré, pensando en Miki y en las ganas que tenía de darle un sartenazo.

Salí de la habitación y bajé las escaleras para encontrarme a mi padre, Montse y la abuela sentados en la mesa, con tazas de café vacías delante.

—Nena, explícales bien lo que pasó anoche —me pidió la abuela.

—Necesito un café primero —contesté, sin detener mi camino hacia la cocina.

Me preparé un café con leche y fui a sentarme en la mesa con ellos.

—Y entonces Berta sacó su faceta más psicopática, los amenazó de muerte, y se fueron casi corriendo —concluí pocos minutos más tarde.

—Esa parte no la sabía —respondió la abuela.

—Les dijo que si no se iban saldrían de ahí en bolsas de plástico —profundicé, y a Montse se le escapó una carcajada.

—Perdón.

—Fue gracioso, no lo puede negar nadie —le dije, y volvió a reír.

—Hay que denunciarlos —sentenció mi padre, que mantenía el semblante serio.

—No hace falta —contesté—. No queremos poner el Refugio en peligro.

—Pero, ¿y si os vuelven a hacer algo? —preguntó la abuela, preocupada.

—Pues Berta los matará, seguramente.

—Ay, nena, no digas estas cosas.

Me dejaron ir al poco rato y, como hacía muy buen día, decidí ir a dar un paseo con Canela. Salí al jardín, donde ella me recibió con entusiasmo, y le puse la correa. Me acerqué a la puerta exterior y vi a Mariona apoyada contra la columna que la delimitaba.

—¿Vas a llamar al timbre? —pregunté.

Ella se giró hacia mí.

—Todavía no lo he decidido —confesó.

—¿Cómo estás?

Suspiró antes de contestar.

—No lo sé —murmuró—. Confundida, supongo.

—Deberías hablar con Jan —sugerí.

—Eso es lo que quería hacer. Tengo que pedirle perdón.

—No tienes que pedirle perdón —la corregí—. Ya te hemos dicho mil veces que lo de ayer no fue culpa tuya. Lo que tenéis que hablar son otras cosas, y lo sabes.

—Y, ¿qué le digo?

—"Jan, soy tan tozuda que no he querido aceptarlo hasta hace poco, pero estoy locamente enamorada de ti, y quiero que nos casemos y tengamos diez hijos" —cité a medida que la ceja de Mariona se iba levantando—. No es tan difícil.

—Díselo tú a Pol —contraatacó.

—Yo no quiero tener diez hijos con Pol.

—Pero sí que estás enamorada de él.

Me callé unos segundos.

—Ese no es el tema —dije—. Voy a despertar a Jan y le diré que salga, que como entres en casa tendrás a la abuela, mi padre y Montse escuchando al otro lado de la puerta.

—No hace falt... —empezó, pero entré en el jardín y cerré la puerta, interrumpiéndola.

Canela estaba un poco confundida y me dio una mirada acusatoria, como diciendo "me has ilusionado para salir a pasear y era mentira".

Hasta que acabe el veranoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora