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Una semana más tarde, Pol no me había vuelto a dirigir la palabra. Sabía que estaba enfadado conmigo, que llevaba años sintiéndose así, pero no se me ocurría cómo arreglarlo. Hablar las cosas era lo único en lo que podía pensar, pero él no parecía dispuesto a escucharme.

Estaba casi echando humo por la cabeza de tanto pensar cuando Jan dio un frenazo y estuve a punto de chocarme contra el asiento de delante.

—¡Pero serás animal! —exclamó la abuela, que estaba en el asiento del copiloto, llevándose una mano al pecho—. ¡Casi me da un infarto! ¿Tú quieres que tu pobre abuela salga volando, o qué?

Jan se moría de risa mientras la abuela lo regañaba a gritos, y escuché a Montse soltar una carcajada a mi lado. Mi padre, sentado en el lado opuesto del coche, se mantenía serio, como lo había estado todo el camino, pero yo no pude evitar sonreír.

La abuela seguía quejándose cuando nos bajamos. Montse y mi padre sacaron su material de buceo del maletero, y empezamos a caminar hacia el centro con el que iba a hacer mi primera inmersión.

—Deja de quejarte, Dolores, que es malo para la tensión —escuché que le decía Jan a la abuela, con toda la intención de picarla.

—Vete al diablo —gruñó ella.

Pese a que solo Montse, mi padre y yo íbamos a meternos en el agua, Jan y la abuela habían insistido en venir. Su plan era quedarse en un bar tomando algo mientras nosotros, como Jan decía, "nos arriesgábamos a ahogarnos en el mar". Habíamos tenido que ir a un pueblo a media hora del nuestro, porque Montse solía ir ahí y decía que era precioso. Jan había insistido en que fuéramos en su coche, diciendo que le hacía ilusión llevar a la abuela, pero había quedado claro que lo que realmente quería era sacarla de sus casillas con su conducción temeraria, y lo había conseguido.

—Yo me quedo aquí, a salvo de la muerte —nos dijo mi hermano en cuanto se sentó en la mesa del bar.

—Podría caerte un piano encima ahora mismo —apunté.

—Sí, y también podría haber un tsunami, pero es poco probable —respondió—. Al menos no me voy de cabeza al peligro.

—Eres un exagerado —dijo mi padre—. Cuida de tu abuela, y no la hagas enfadar.

—Sí, que igual te termina matando ella de un tortazo —bromeé.

—No lo descarto —respondió la abuela, y nos reímos antes de irnos hacia el local.

Por el camino, Montse me hablaba de todos los animales que había visto buceando, y fue cuando noté que estaba evitando hablarme de los potencialmente peligrosos que me di cuenta de que me estaba hablando porque me notaba nerviosa, y lo estaba.

La idea de pasar más de media hora debajo del agua se me hacía cada vez más aterradora, aunque me hubieran asegurado que no bajaríamos a mucha profundidad.

Llegamos al centro, donde me hicieron una corta explicación sobre los conceptos básicos que debía tener claros antes de hacer la inmersión. No me pasó por alto el hecho de que el instructor era guapísimo, pero no estaba ahí para ligar, sino para intentar arreglar mi relación con mi padre a base de meterme a diez metros bajo el mar y exponerme a la posibilidad de que un animal marino me comiera —puede que se me hubiera pegado un poco del pesimismo de Jan—.

Después de la explicación y de que hubieran encontrado mi talla de todo el material necesario, me puse el neopreno, nos llevaron al puerto y nos subimos a un barco que nos llevó hasta la zona donde haríamos la inmersión. En cuanto el barco paró, yo estaba al borde de un ataque de nervios, pero me esforcé en sonreír y hacer como que todo iba bien.

Hasta que acabe el veranoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora