Me acerqué de puntillas a la puerta de Samu y puse la oreja contra ella. Escuché un ronquido y sonreí, satisfecha. Fui a la puerta que había a mi izquierda, que estaba entreabierta, y vi que Jan dormía en posición de estrella de mar. Volví a sonreír, y me alejé intentando hacer el mínimo ruido posible.
Me puse los zapatos, que era lo único que me faltaba, antes de bajar las escaleras hasta el salón. Canela movió la cola con entusiasmo al ver que cogía su correa del recibidor, y me siguió al jardín.
Pol llegó justo a tiempo, pero esta vez no lo reconocí por el sonido de su coche, porque ese no era el plan. Apareció por detrás de la puerta del jardín, la abrió y entró.
—¡Hombre! —exclamó la abuela, que se tomaba un té en la mesa del jardín, al verlo—. ¿Qué haces por aquí?
—Buenos días, Dolores —contestó él—. Nora me ha obligado a levantarme temprano para ir a pasear a Canela.
—Yo no te he obligado a nada —aclaré—, y son las nueve, no es temprano. Es una hora razonable.
—Sí, señora. —Hizo un saludo militar y rodé los ojos.
—Pues venga, tirad, que la pobre perra necesita un paseo largo para variar —nos animó la abuela.
Bajé rápidamente al garaje para coger mi bici. Cuando volví a subir, Pol me miró y resopló.
—Las cosas que me haces hacer... —murmuró.
Él tenía su bici fuera, porque le había prohibido venir en coche. Estaba muy mal acostumbrado, desde que se había sacado el carné apenas tocaba la bici, así que lo iba a poner a hacer deporte.
—¡Cuidado, no atropelléis a la perra! —gritó la abuela mientras salíamos, aunque habíamos llevado a Canela al lado de las bicis muchas veces y nunca le había pasado nada—. ¡Y no hagáis insensateces!
—¡No te preocupes! —le grité de vuelta, cerrando la puerta del jardín detrás de nosotros.
Até la correa de Canela al manillar de mi bici, y empezamos a pedalear. Pol se pasó un buen rato quejándose, pero yo sabía que en realidad no lo estaba pasando mal. Nos metimos en un camino de tierra a los pocos minutos, y solté a Canela para que corriera libremente, porque por ahí apenas pasaban coches.
—Me sorprende que hayas conseguido que Jan y Samu no se nos acoplen —comentó Pol mientras pedaleábamos.
—Por eso te he dicho de quedar a las nueve —respondí—. Esos dos no se van a levantar hasta dentro de un buen rato.
La noche anterior, me habían dicho que iban a despertarse temprano porque Samu quería empezar a hacer la mudanza a su nuevo piso en Girona, pero teníamos una concepción muy diferente de lo que significaba "temprano", así que apenas me había preocupado.
Pasamos por encima de un acantilado, y me quedé mirando el mar, que brillaba con fuerza reflejando la luz del sol. Hacía buen día, había pocas nubes en el cielo, pero soplaba un viento que ya reconocía como el de lluvia. Miré hacia el otro lado y vi algunas nubes grises a lo lejos, pero iban a tardar en llegar a donde estábamos.
Pol me iba contando cosas de su trabajo y preguntándome sobre el mío, así que estuvimos entretenidos todo el camino. Canela corría detrás de nosotros, pero de vez en cuando se iba a explorar entre los altos pinos que bordeaban el camino.
Llegamos a una pendiente pronunciada y decidimos bajar de las bicis, porque era casi imposible ir por ahí sin caerse. Nos costó un poco llevar las bicis hasta abajo, donde empezaba una cala escondida que los turistas apenas conocían. Sonreí cuando vi que solo había un par de personas, porque eso significaba que era poco probable que nos dijeran algo por llevar a Canela.
ESTÁS LEYENDO
Hasta que acabe el verano
RomanceLa vida de Nora en Madrid es fácil y tranquila: tiene buenos amigos, una madre con la que se lleva más o menos bien, y una carrera prometedora. Un verano, la noticia de que su padre va a casarse la arrastra de vuelta al pueblo en el que vivió sus pr...