El martes por la mañana me levanté más temprano de lo normal. Bajé en bici hasta el centro, porque si le hubiera pedido a Jan que me llevara en coche a esas horas —eran las nueve, pero para él eso era muy temprano— me habría matado. Pasé por la modesta pastelería que había en la calle principal y compré un pequeño pastel, un par de croissants y una botella grande de batido de chocolate.
A esas horas el calor todavía era tolerable, así que la subida de vuelta a nuestra calle no fue tan horrible como habría podido ser. Dejé la bici delante de casa de Mariona, cogí el desayuno de la cesta y abrí la puerta del jardín sin molestarme en llamar, porque siempre la dejaban abierta.
El jardín de los Parera contrastaba mucho con el nuestro, pese a estar separados solo por una valla.
El suyo estaba perfectamente arreglado, pero bastante vacío, excepto por la piscina y una mesa con cuatro sillas a su lado. En el nuestro, el césped parecía tener sus propias reglas, y nadie se molestaba en arreglarlo porque crecía como le daba la gana. Estaba lleno de arbustos, flores y árboles, tenía una piscina pero llevaba casi diez años rota y no la habíamos arreglado porque salía muy caro. Teníamos tumbonas, una hamaca sujeta entre dos árboles, todos los cacharros de jardinería de mi abuela por ahí, una mesa cerca de la entrada, y otra más abajo, al lado de la piscina, y ambas cosas compartían el aspecto descuidado.
Hay que decir que, en ese momento, nuestro jardín estaba más arreglado que nunca —que tampoco era decir mucho— porque habíamos puesto orden el domingo anterior, después de haber limpiado toda la casa.
Llegué a la puerta de la casa y llamé al timbre. Estuve unos segundos esperando fuera, empezando a dudar sobre si estarían en casa, pero no tardé en escuchar unos pasos en el interior, y la puerta se abrió para mostrarme a un niño de ojos azules al que ya había ido a visitar poco después de mi llegada.
—¡Hola, Martí! —lo saludé, despeinándolo con una mano.
—¡Ya no soy un crío para que me hagáis estas cosas! —se quejó.
Martí, el hermano pequeño de Mariona, tenía diez años, lo que significaba que, efectivamente, era un crío, pero estaba en la edad de sentirse muy mayor. Sí que había notado un cambio enorme en él, porque la última vez que yo había estado en el pueblo antes de ese verano, Martí tenía seis años, y ahora había crecido mucho.
—Lo que tú digas —contesté con una media sonrisa—. ¿Dónde está tu hermana?
—Durmiendo —respondió—. Quería darle su regalo cuando se despertara, pero llevo aquí sentado una hora y no se levanta.
—¿Y tus padres?
—Trabajando.
—Oh, es verdad, que es martes —murmuré para mí misma, y luego me dirigí al niño que me miraba como si estuviera loca—. ¿Vamos a despertarla?
Ahí su actitud cambió de aburrida a emocionada.
—¿Podemos hacer eso de tirarle agua para despertarla? —preguntó con un entusiasmo un tanto maléfico.
—No, Martí, no podemos hacer eso —contesté, e hizo un puchero.
Caminamos por el ancho pasillo de la casa hasta llegar a la puerta de Mariona. Recordaba perfectamente cómo estaba organizada esa casa, y mira que llevaba cuatro años sin ir. Sí que había pasado a saludar a la familia de mi amiga al día siguiente de mi llegada, ese año, pero los había encontrado en el jardín, así que no había estado dentro.
Iba a abrir la puerta con delicadeza, pero Martí se me adelantó con tanta fuerza que la puerta rebotó contra la pared. Mariona, echada en la cama, se despertó de golpe, sobresaltada.
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Hasta que acabe el verano
RomanceLa vida de Nora en Madrid es fácil y tranquila: tiene buenos amigos, una madre con la que se lleva más o menos bien, y una carrera prometedora. Un verano, la noticia de que su padre va a casarse la arrastra de vuelta al pueblo en el que vivió sus pr...