XXXIII: Carrera Desesperada

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El rey Dolpan yacía en el suelo, con la mirada llena de terror y un infinito desconcierto. La herida en la garganta lo estaba asfixiando. Miró a Winger una última vez, como en una súplica secreta que él jamás llegaría a descifrar.

Entonces su corazón se detuvo.

Caspión soltó una risa ligera.

—Gracias, muchachos —dijo afablemente—. Muchas gracias por haberme hecho las cosas tan fáciles.

Y estalló en una poderosa carcajada cínica.

—¡Miserable! —vociferó Demián.

—¡Cómo has podido atacar así a tu propio rey! —le increpó Winger.

—Solo le soy fiel a mis ideales de poder —contestó Caspión, aun conservando la sonrisa—. Y ahora, llegó el momento de acabar con ustedes...

—¡Winger, ve por Rupel!

Sin perder el tiempo, el aventurero se arrojó hacia delante y trabó espadas con Caspión. El sonido del metal chocando contra el metal fue recibido con deleite por el general.

—¡Demián...! —Winger quiso ir en ayuda de su amigo.

—¡Ahora estamos metidos hasta el cuello! —El grito del aventurero detuvo al mago—. Todos pensarán que hemos asesinado al rey. No hay solución para esto. Rescátala y salgamos de este maldito lugar lo antes posible.

La lucha de filos se estaba volviendo en contra de Demián. Winger vaciló una última vez, se dio vuelta y corrió hacia las escaleras.

«Ten cuidado, Demián», rogó mientras iniciaba el descenso por los húmedos escalones de piedra.

El rey ya era una cosa inmóvil. El portón de hierro seguía siendo un obstáculo insalvable para los guardias. Solos en aquella distante torre, Demián y Caspión tomaron distancia, midieron sus movimientos, y se arrojaron a la lucha.

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Media luna brillaba sobre el coche que avanzaba solitario por la carretera que conducía a Pillón. El silencio del camino solo era estorbado por el choque de los cascos de los caballos contra el suelo, y esa monotonía ponía muy ansiosa a Soria. Probablemente, pensó, ya estaban llegando a la frontera.

¿Cómo marcharían las cosas para Winger y Demián? ¿Y si no podían rescatar a Rupel y los esperaban toda la noche en vano? ¿Cómo continuarían sin ellos? Afuera, el señor Grippe silbaba una alegre melodía, intentando con eso disimular sus nervios. ¿Y qué tal si los atrapaban en el cruce fronterizo y los que fallaban eran ellos? Miró a sus acompañantes en busca de consuelo. Su padre estaba sentado frente a ella, muy sereno, con los ojos cerrados y sujetando sus dos mazos con firmeza. A su lado se hallaba Mikán, a quien Soria notó inusualmente preocupado. De pronto, sus ojos se encontraron.

—¿Sucede algo, Soria?

—No, no es nada —mintió ella—. ¿Y a ti?

Mikán tardó en contestar.

—Nada, tampoco.

Algunos minutos después, el vehículo aminoró la marcha. Escucharon voces. Habían llegado al cruce.

—¡Buenas noches, caballeros! —se oyó decir al señor Grippe.

En la caja, Soria y los demás aguardaban sin mover un músculo.

—Este camino está cortado —dijo un guardia con rudeza—. Nadie puede pasar sin un permiso del ejército.

—Oh... Es que, verá... Me han enviado con provisiones para las tropas guarecidas en el poblado de Parson. He salido en un apuro, por lo que olvidaron darme el permiso.

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