XXVI: ¿Qué trama el conde Milau?

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Con movimientos sigilosos, envuelto en su capa azul y protegido por las mismas sombras del castillo, Mikán atravesaba corredores desérticos. Llevaba la mano derecha en alto, con un hechizo listo para ser activado. Los retratos, las armaduras, las estatuas; todo parecía tener vida a aquellas horas. La lluvia seguía cayendo, constante pero con menos intensidad que unas horas atrás. Trató de focalizarse en su objetivo y surcó la mansión sin un rumbo definido.

Fue y vino por largos pasillos; subió y bajó infinitas escaleras, algunas rectas, otras de caracol; cruzó salones vacíos y otros abarrotados de muebles, adornos o libros. Fue abriendo las puertas que se interponían en su camino, siempre preparado para atacar primero, pero no se topó con ningún vigilante nocturno. Tras merodear durante más de una hora, llegó a una habitación cerrada con llave.

«Tiene que ser aquí», se dijo, expectante, mientras utilizaba una Encantación de Calor para forzar la cerradura. Se encontró entonces con un angosto pasadizo que llevaba hasta quién sabía dónde. Respiró hondo, cambió el hechizo que tenía preparado por uno más poderoso y se arrojó a lo desconocido.

No tardó en vislumbrar una luz violácea. Atraído por el resplandor, siguió caminando hasta arribar a un cuarto rectangular. Vitrinas con estatuillas de oro y vasijas exóticas embelesaban el recinto. También había monedas de diversas partes del mundo, cofres con insignias reales, sables ornamentados. Mikán observaba todo y lo no podía creer: ¡había encontrado el cuarto de tesoros del conde!

Pero lo que más llamó su atención fue el delicado objeto que ocupaba el centro de la habitación, sobre un pedestal. Se acercó lentamente. Se trataba de un bello collar que descansaba en un pañuelo de seda. La cadena de plata caía ondulante, formando una espiral alrededor de una joya ovalada hecha de cristal diáfano. Mikán lo tomó con su mano izquierda para inspeccionarlo con mayor detenimiento.

—Acaso será...

—Veo que abusas de mi hospitalidad.

La voz monótona que habló a sus espaldas le heló la sangre. Se dio vuelta.

Ahí estaba el conde Milau, mirándolo con recelo.

—No sé qué es lo que estás buscando, pero te aseguro que no es lo que tienes ahí —observó el conde con la misma imperturbabilidad—. Ese collar solo tiene un valor afectivo.

—¡No te tengo miedo, Milau! —vociferó el prodigio, y desoyendo las palabras del conde estiró su brazo para liberar su disparo—: ¡Fuerza Espiral Azul!

El conjuro giratorio avanzó con certeza y velocidad. El conde no se movió. Y cuando la espiral lo alcanzó, esta simplemente se desvaneció.

—¿Pero... cómo...?

—Entrégamelo —ordenó el conde, señalando el collar que el muchacho aún sostenía con su mano izquierda.

Mikán tardó un momento en salir de su estupor. Cuando lo hizo, la determinación regresó a su rostro y a sus brazos:

¡Rosa de los Vientos!

Una salvaje explosión eólica se propagó en todas las direcciones, haciendo estallar los cristales de la habitación entera. Y aunque el golpe de aire había sido poderoso, ni siquiera logró provocar una suave ondulación en los claros cabellos del conde.

Cuando el último trozo de vidrio tocó el suelo, Milau se halló solo en su cuarto de tesoros. Mikán había aprovechado el alboroto para darse a la fuga a través de una puerta secundaria. Con pasos serenos, el conde caminó hasta el centro de la habitación y recogió del suelo el pañuelo de seda. Luego siguió a su asaltante por el camino que este había tomado: un pasadizo que se transformaba en escaleras, las cuales conducían a una de las terrazas del castillo.

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