XXVII: Última noche en la mansión de Gasky

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Durante el camino de regreso, Winger contó a sus compañeros todo lo que había sucedido la noche anterior, incluidos los detalles de la conversación con el conde. Los tres se quedaron perplejos al enterarse de cómo habían sido las cosas. Si bien ahora entendían un poco mejor el objetivo de aquel largo viaje a villa Tanguy, había varias piezas que aún no encajaban.

—Tal vez Gasky buscaba que nos hiciéramos amigos del conde —propuso Soria.

—Cierto —coincidió Mikán—. Que selláramos una alianza con él. Parece un sujeto muy poderoso...

Winger no pudo evitar sonreírse al recordar las palabras del conde: "Sumergí a tu amigo en el Sueño Eterno por entrometerse en lo que no le incumbe". No había indagado en el tema, pero supuso que Mikán había salido a investigar a mitad de la noche y acabó topándose con el amo del castillo. Por su parte, Winger casi no había presenciado los poderes del misterioso inmortal, pero si había sido capaz de reducir al mejor discípulo de Jessio con tanta facilidad, en verdad debía ser alguien muy fuerte.

—¿Y qué hay con ese paquete que te dio? —señaló entonces Demián—. Tal vez ahí se encuentre otro ingrediente del plan de Gasky, como el nómosis o el stigmata.

—Todas son buenas teorías —afirmó Winger.

Pero en el fondo, algo le decía que el motivo central de ese viaje había sido aquella charla nocturna en sí misma. Solo eso.

«"El destino está a punto de abrirse frente a ti"», le había dicho el conde sin dar más explicaciones. Winger sentía una gran curiosidad por descubrir a qué se estaba refiriendo, y si se trataba de algo bueno o malo.

Como esta vez tuvieron que hacer todo el trayecto a pie, tardaron dos días y medio en regresar al monte Jaffa. Arribaron a la mansión justo a la hora del almuerzo, y la humeante chimenea de la cocina indicaba que Gluomo estaba preparando alguna de sus deliciosas comidas.

Cuando entraron, se sorprendieron de hallar al anciano historiador en el comedor, y no en su laboratorio del ático. Pergaminos amarillentos y rasgados, libros de diferentes tamaños, pilas altísimas de manuscritos, periódicos y palimpsestos; todo estaba distribuido de una manera desordenada sobre la mesa que antes utilizaban para comer. El viejo Gasky les dio la bienvenida con una sonrisa débil, mirándolos a través de unos gruesos anteojos para leer y queriendo saber cómo había resultando la visita al conde.

Entre múltiples idas y vueltas entre el comedor y la biblioteca, los cuatro lo pusieron al tanto de todo lo ocurrido, y al finalizar Winger le entregó el paquete de Milau. Como si se tratara de un niño que recibe un obsequio, el anciano abrió el fardo con entusiasmo y a la vista de todos: se trataba de una reducida colección de escritos, algunos frágiles por las décadas y otros casi hechos polvo por las centurias. Y encima de la pila, una nota con la caligrafía del conde dirigida a Gasky.

—Será mejor que comience a averiguar qué me ha querido decir nuestro amigo el conde con estos textos —comentó el historiador mientras revisaba los delicados documentos con las cejas muy elevadas—. Gluomo debe encontrarse en la cocina en este momento, seguro querrán ir a saludarlo.

El grupo captó enseguida la indirecta y dejaron al anciano trabajar en soledad.

Almorzaron en la cocina en compañía del plásmido, quien les había preparado unos filetes de cerdo con aromáticos bocados de queso y maíz. Mientras tanto, oían los pasos del historiador a través de la casa, cada vez con más apuro. Gluomo les informó que hacía tres días que Gasky trabajaba sin cesar, deteniéndose apenas para comer algo y tomar café.

—Con razón se lo ve tan agotado —comentó Soria, apenada por el anciano.

—¿Es común que baje a trabajar al comedor? —preguntó Mikán.

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