XVI: La mansión de Gasky

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El resto del camino hasta la residencia de Gasky fue muy distinto a partir de la charla que Winger y Demián habían tenido la noche anterior. El aventurero marchaba al frente con su enorme bolsa, de muy buen humor, guiando al grupo y señalando a Soria toda clase de animales exóticos. Insólitamente, no para comérselos.

La mañana transcurrió tranquila y antes de darse cuenta ya se encontraban al pie del monte Jaffa, el primero de los cuatro que conformaban la zona de valles de Lucerna. Antes de iniciar el ascenso decidieron detenerse a almorzar. Demián pidió muy respetuosamente permiso a sus compañeros para cocinar la carne de venzu del día anterior, y antes de empezar a comer... ¡rezó una plegaria a Derinátovos!

—... para que, por favor, protejas las almas de estas hermosas criaturas que son tus hijos, y que en esta oportunidad nos servirán como alimento. ¡Te agradecemos por tu inmensa generosidad, oh, gran diosa de la tierra, que das y quitas en la justa medida, y la vida entera gira en torno tuyo!

—¡Demián, eso fue hermoso! —dijo Soria, maravillada.

—¿No crees que estás exagerando un poco? —se quejó Winger—. Esa plegaria duró quince minutos...

—Nada es poco para la gran diosa de la naturaleza —replicó Demián con el mismo tono solemne y apasionado—. ¡Ahora, a comer! —El aventurero dio un gustoso mordisco, pero se llevó una sorpresa—: Esto ya está frío...

El monte Jaffa se caracterizaba por sus cumbres rocosas y sus profundos precipicios. El camino resultó ser más riesgoso de lo que habían imaginado, y a cada paso Winger y Demián corrían el riesgo de una caída mortal. Por supuesto que Soria no tenía ese inconveniente, pues ella flotaba.

Tras casi dos horas de peligroso ascenso, al fin alcanzaron el borde de un barranco desde donde divisaron la casa de Gasky: se trataba de una mansión asentada sobre una inusual formación rocosa con la forma de una gigantesca columna. El pináculo dejaba abajo la abundante vegetación de la zona y se elevaba hacia el cielo como la cima más elevada de la región.

—¡Qué mansión preciosa! —comentó Soria, fascinada por la imagen.

—Desde ahí arriba debe apreciarse un gran paisaje —observó Winger.

—Pues vamos de una vez —propuso Demián.

Y guió a sus compañeros hacia el puente colgante que unía el barranco con el pilar de roca.

—No me gustan estos puentes. —Soria iba aferrada a la espalda de su primo mientras controlaba el caudaloso río que corría bajo sus pies—. Siempre se caen.

—No hay de qué preocuparse —le aseguró Demián—. Los puentes solo se cortan en los cuentos de aventuras.

Su amigo parecía no temerle a aquellas cosas, pero Winger trataba de no mirar hacia abajo. Una larga caída los separaba de la corriente agitada.

«No puede pasar nada», se repetía el mago en su cabeza, cuando una brusca ráfaga embistió contra el puente.

Los jóvenes detuvieron el paso y se miraron entre sí. Durante un instante hubo silencio. Y luego, el viento salvaje volvió a zamarrearlos con violencia.

—¡Sujétense! —gritó Demián mientras trataba de resistir el azote.

Pero no era mucho lo que ellos podían hacer. Winger y Demián hacían su mejor esfuerzo para mantenerse aferrados a las cuerdas, mientras que Soria lloraba del susto, arrastrada por las poderosas ráfagas de un lado a otro.

Finalmente, sucedió lo peor: así como en los cuentos de aventuras, las gruesas sogas se cortaron. Desde las alturas, Soria solo pudo contemplar con impotencia como sus dos compañeros se precipitaban hacia las turbulentas aguas.

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