XL: La elección de Winger

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El vuelo de regreso hacia la mansión de Gasky fue apagado. Después de todo, no había mucho por lo que festejar.

«Tal vez agradecer que el resto de nosotros siga con vida...», se dijo Winger.

Rupel lo abrazaba tiernamente, apoyando la mejilla sobre su hombro. Por un momento, el muchacho tuvo la impresión de que ella era quien estaba sosteniéndolo; que si ella llegaba a soltarlo, se derrumbaría.

Winger pensó mucho durante ese viaje. Todo el odio que venía acumulando desde hacía meses fue a depositarse en la persona de Jessio. Ese hombre despreciable que había fingido durante tanto tiempo ser un buen maestro, que era admirado por todos en ciudad Doovati ignorando que se trataba de un criminal, que había sido capaz de echarle una maldición tan terrible a su mejor discípulo... al discípulo que más aprecio le tenía.

Los oscuros pensamientos de Winger también recayeron sobre Maldoror. ¿Cómo alguien era capaz de crear hechizos de ese tipo, jugar con la vida de las personas, con el demoníaco contenido de la Cámara Negra? Miró el bolso que llevaba consigo, en cuyo interior se encontraban las páginas desgarradas del libro maldito. Sintió un arrebato por destruirlo ahí mismo; una simple Bola de Fuego sería suficiente. De esa forma, libraría al mundo de su perverso contenido. Pero, una vez más, decidió confiar en el anciano historiador.

«Gasky sabrá qué hacer», se repetía una y otra vez.

Jaspen arribó al monte Jaffa antes del alba del día siguiente. La quietud de la noche agonizante reinaba sobre los valles de Lucerna.

—Esta criatura es maravillosa —comentó Rupel una vez en el pináculo, acariciando las plumas del guingui—. ¿Nunca se quejará por los largos viajes?

—Debemos estar muy agradecidos con él. —Se sumó Winger a la caricia.

—Sí, muchas gracias Jaspen —dijo la pelirroja con dulzura.

El guingui trinó melodiosamente y volvió a elevarse, partiendo hacia su merecido descanso. La campana había quedado en manos de Demián, por lo que no volverían a verlo hasta el retorno del aventurero.

Winger y Rupel golpearon a la puerta de la mansión. Gluomo fue quien salió a recibirlos, inexpresivo como siempre, pero también muy amable.

—¡Oh, señor Winger! Me alegra mucho que ya esté de regreso, sano y salvo.

Rupel dio un salto hacia atrás al ver al plásmido, pero Winger logró hacerla ingresar a la casa asegurándole que era inofensivo.

—Iré a preparar algo de chocolate caliente —dijo Gluomo y partió hacia la cocina.

Los recién llegados se quedaron esperando en el hall de entrada. Winger encontró aquel sitio más silencioso que de costumbre, tal vez por la hora, o quizás porque no había tanta gente como en su visita anterior. Rupel, por su parte, se dedicaba a explorar la mansión con sus ojos almendrados.

—Winger... —se oyó la voz de Gasky desde arriba de las escaleras. El anciano le dedicó una sonrisa muy pertinente, que mostraba su agrado por verlo regresar, pero intuyendo que muchas cosas desagradables habían sucedido—. Acompáñame a mi laboratorio, por favor. Tu amiga puede esperar en la cocina.

Winger miró a Rupel, y ella asintió sin protestar.

El muchacho siguió entonces al historiador hacia el desván. Una vez allí, puso su bolsa sobre el escritorio y se dejó caer sobre la silla. Gasky permaneció de pie, a algunos pasos de distancia, contemplándolo piadosamente.

—Tal vez quieras comenzar por las malas noticias.

—¿Cuál de todas?

—La que más esté oprimiéndote, quizá.

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