Peeta
Así que, me fui a casa con Finnick Ryan. En la secundaria, siempre sentí lástima por el chico. Todo el mundo conocía la historia de cómo fue abandonado en el hospital por su madre biológica cuando nació. Jamás conoció nada más que hogares de acogida, y siempre parecía tener la peor suerte posible con los cuidadores. Mi familia era pobre, mi padre un borracho inútil, y mi madre casi nunca se encontraba allí porque trabajaba demasiado duro para llevar dinero a la casa. Nosotros, los niños, crecimos de forma descontrolada y raramente íbamos a algún lugar con ropas limpias y perfectamente cuidadas. Pero nos teníamos el uno al otro, y eso contaba para algo. Finnick Ryan ni siquiera tuvo eso. Sin embargo, aquí me encontraba sentado en el asiento del pasajero de su clásico auto monstruoso, confiando en él para mi próxima comida, habitación y abordaje. Porque ahora yo era quien no tenía nada. Se sentía extraño pensar en esas palabras. Nada. Ninguna madre. Ningún padre. Ni hermanas ni hermanos. Toda mi familia se había ido. Con el pecho agitado, de repente presioné mis manos temblorosas en puños en mi regazo e intenté no pensar en mi madre o en mi hermana, o en el bebé Bentley atrapados en casa, quemándose hasta la muerte. Pero tal vez las llamas no se los habían llevado. Sí, probablemente el humo los mató primero, cortando su suministro de aire y sofocandolos lentamente. De acuerdo, eso no ayudaba. El sudor se deslizó por mi sien y tuve que moverme en el asiento del auto de Finnick, repentinamente estrecho. Me pregunté si murieron mientras dormían sin darse cuenta de lo que ocurría, o si estuvieron despiertos, gritando, pidiendo que alguien los salvara.
—Entonces, ¿tienes un hijo? —dejé salir, echándole un vistazo a Finnick. Vi el asiento para bebés en la parte de atrás cuando subí por primera vez. No planeé mencionar nada porque no tenía ganas de hablar. Pero ahora, cualquier cosa para desviar mis pensamientos era bienvenida.
—En realidad, dos —respondió Finnick. Mientras asentía, sin estar seguro de qué decir a continuación, continuó—: ¿Recuerdas a Tristy, con quien solía pasar el rato? —Sí.
—Jamás fui un gran admirador de ella. Era demasiado amargada, susceptible, demasiada dura. Y siempre se las arreglaba para meter a Finnick en algún problema del que tenía que salvarla. Saber que tuvo un hijo con ella, me deprimió. Casi esperaba que se hubiera liberado de ella. Pero, espera. ¿No dijo que se enamoró de la hija de un hombre rico? Tristy había estado en el mismo bote que él, yendo de una familia de acogida a la siguiente.—Murió —declaró Finnick lo suficientemente bajo para hacerme sobresaltar. —¿Tristy? Asintió, metiendo su labio inferior en la boca para que pudiera hacer sonar sus dientes contra los aros de sus labios.
—Cuando murió, adopté a su hijo. Y Campanita tiene una niña por su cuenta, lo que hace que dos ratitas anden dando tumbos por nuestra casa. —¿Campanita? —pregunté.
El rostro de Finnick se iluminó.—Mi mujer —explicó—. La llamo Campanita, pero su verdadero nombre es Eva. La conocerás muy pronto. No me di cuenta de lo pronto que sería hasta que estacionó delante de un complejo de departamentos y luego me llevó hasta una entrada en el tercer piso.
—Oye, Campanita —llamó tan pronto como abrió la puerta y dio un paso en el interior, dejándome que lo siguiera—. Ya llegué. No tenía idea de que me iba a llevar a su casa, así que me detuve indeciso en el umbral. —¿Qué? ¿Tan pronto? —respondió una voz femenina antes de que una rubia despampanante apareciera en el pasillo con un niño pequeño en una cadera y otro arrastrándose detrás de ella—. ¿Qué hay de Zoey y el ...
Sus palabras murieron en su lengua al momento en que me vio.
—¡Oh! Hola, —dijo con vacilación, dándole una mirada de confusión a Finnick y luego regresándomela a mí.—Nena, él es un viejo amigo mío de la escuela Peeta Mellark.
—De acuerdo. —Frunció el ceño antes de enviarme una sonrisa dubitativa—. Hola, Peeta. Es agradable co...
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Mi Felicidad.
RomanceMe enamoré una vez. Fue asombroso. Ella era asombrosa. La vida era asombrosa.