Presente

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PEETA.

Lo más difícil que alguna vez he hecho fue quedarme sentado en la escalera y escucharla llorar. Cosas de mierda me han ocurrido, cosas que revivía en mis más oscuras pesadillas, pero siempre he sido capaz de defenderme, enfurecerme contra aquellos ataques, reaccionar. Obligarme a no reaccionar mientras Katniss lloraba debido a que la había lastimado me hizo añicos. Algo en mi interior se marchitó y luego se convirtió en polvo. Tal vez fue mi humanidad. Aunque era lo mejor para ella; eso es lo que seguía diciéndome. Si volvía a incorporarla en mi vida, solo la lastimaría.
De modo que ¿por qué demonios estaba afuera llorando luego de haber tenido la intención de hacer lo mejor para ella? Tenía que detenerse. Tenía que dejar de llorar, o iba a enloquecerme. Me apoyé contra la pared, colocando mis codos en mis rodillas doblabas y enterré la cabeza en mis manos conforme apretaba los dientes y escuchaba el peor sonido del mundo. Y luego se detuvo. No sé cuánto tiempo estuvo llorando —se sintió como malditas décadas y, a ese punto, ya casi deliraba— pero los hipos poco a poco se detuvieron, luego se levantó del suelo y se fue. Me quedé aquí, sentado afuera en la escalera, mis manos temblando, mi corazón latiendo con rapidez y mi visión periférica nublándose. 

No tenía ni idea que ella había intentado visitarme a la prisión y ni mucho menos en su cumpleaños. Obviamente recordaba su cumpleaños. Había estado acostado boca abajo en la sala médica, intentando no gritar de dolor mientras cosían para restaurar la rasgadura de mi recto. Girando la cabeza, alejándola de la bandeja llena de suministros así no tenía que observar las agujas y toda la mierda que iban a usar en mi cuerpo, había terminado cara a cara con una pared en blanco con solamente un calendario en ella. Cuando me di cuenta que era su decimoctavo cumpleaños, había cerrado mis ojos y le canté mentalmente feliz cumpleaños para distraerme de lo que ocurría. Sin embargo, recordar ese día no me calmaba para nada. La rabia, la misma enfermiza necesidad de destruir que tuve anoche en la oficina de Finnick, me consumió por dentro. Tenía un mal presentimiento que en cuanto me pusiera de pie, destruiría el pasillo entero, arrancando cada puerta de las bisagras, abollando todas las paredes, arrojando el extintor por la ventana. Por lo que me quedé sentado abriendo y cerrando mis manos, y centrándome en respirar. Me encontraba tan centrado en mantener la calma, que no escuché los pasos en los peldaños hasta que Eva rodeó la esquina con un bebé en su cadera y su brazo libre cargando bolsas.

—¡Oh! Peeta. Lo lamento, no te vi allí. —Tenía que ir en puntitas alrededor de mis pies para evitar pisarlos. Cuando acerqué más mis piernas a mi cuerpo y la miré boquiabierto con miedo, me sonrió, sin tener idea de lo cerca que me encontraba de explotar.

—Gracias a Dios que decidiste volver. Esta mañana te conseguí algo de ropa. Tuve que adivinar las tallas, así que esperemos que algo te quepa. Me puse de pie, pues parecía incorrecto estar sentado frente a ella mientras que se hallaba de pie, cargando mucho peso.
—Puedo llevar algunas bolsas. Extendí los brazos para tomarlas, pero me tendió la niña. Me congelé, muerto de miedo, en cuanto la pequeña estuvo en mis brazos. ¿Por qué demonios me tendía a su hija mientras me encontraba así? Podía perder mi temperamento en cualquier instante. Pero ni a madre ni a hija parecía importarle. Cuando Eva pasó por delante de mí con dirección a la puerta del departamento, Skylar me sonrió, agarrando un puñado de mi camiseta y balbuceó, saludándome. Mi estómago se contrajo mientras la miraba. Ella pudo haber sido Bentley de haber sido pelirroja. Pudo haber sido mi dulce e inocente sobrina que había tenido una terrible muerte, pero en vez de eso era una niña real que tenía en mis brazos y me miraba fijamente con absoluta confianza. 

Un frío sudor bajó por mi espalda. Me apresuré a secundar a Eva y me detuve en seco en el interior del marco, dudando cuando Finnick y Julian entraron a la sala de estar viniendo de la cocina, con el aroma de café detrás. Se detuvo cuando me localizó, y recordé lo que había dicho anoche. Confiaba en mí al cargo de sus hijos. Excepto que toda la responsabilidad de su confianza en mí solamente me hacía entrar más en pánico. ¿Y si por accidente lastimaba a uno de sus hijos? —¿Qué piensas? —preguntó Eva, sacando algo de la primera bolsa de plástico—. Me decidí por colores oscuros porque parecen ir contigo. —Giró hacia mí y alzó una camiseta azul marino, acercándose a mí para medirla contra mis hombros y ver si cabrían—. También compré un par de sudaderas. Todas tallas extra grande. Pero podemos devolverlas si no te quedan. Cuando alzó uno de esos después, la miré con confusión. —¿De verdad me compraste ropa? —Ni siquiera sabía cómo responderle—. No tenías que hacerlo. Se encogió de hombros y giró. —Queríamos hacerlo.
Le eché un vistazo a Finnick. También se encogió de hombros. Mierda. Les debía a estas personas más de lo que podrían saber, y ¿cómo se los pagaba? Destruyendo la oficina de Finnick. Empujándolo contra una pared. Dándole un puñetazo y dejándole el ojo morado a uno de sus empleados favoritos.
La bilis subió a mi garganta.

Mi Felicidad.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora