07. La Cena

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—¿No es esa Ophelia McCartney? —cuestioné con burla, volviendo a mirarlo a él

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—¿No es esa Ophelia McCartney? —cuestioné con burla, volviendo a mirarlo a él.

Frunció su ceño y prestó más atención.

—Es verdad —murmuró impresionado—. Ha cambiado mucho.

—Solo se tiñó el cabello, Zack —dije mirándolo con incredulidad.

Él hizo una mueca.

—Es una aspirante a agente de la Interpol, pero trabaja para la policía estadounidense como detective. No me imagino que hace aquí —murmuró mirando su copa con agua.

Lo que yo no me podía imaginar era la razón por la que estaba precisamente con Alexander. Uno de los más buscados asesinos en Estados Unidos y en Inglaterra. Había causado muchos problemas en ambas naciones y se sentaba a compartir la mesa con una chica que probablemente lo estaría buscando pronto, si era que ya no lo hacía.

—Para alguien que no reconoces sabes demasiado de ella —observé, pareciendo desinteresada.

Nuestra conversación había cambiado, pero sabía que él no había olvidado mis amenazas y peticiones. Dejaría que consultara con su almohada hasta que no me quedara más opción que matarlo y ya.

—Me enteré hace poco, cuando la Interpol llegó con una orden para registrar nuestros almacenes y tuve que investigar quienes estaban detrás del caso. Me apareció su nombre —dijo disgustado y bebió de su agua.

Habíamos decidido no pedir nada durante el tiempo que llevábamos ahí por miedo a que uno de los dos envenenara la comida del otro.

Me quise cruzar de brazos, pero me contuve.

—Tal vez sea en venganza porque la engañaste —mencioné, con malicia.

Abrió su boca y me miró ofendido.

—Yo nunca la engañé —aseguró y arqueé una ceja—. Siempre le dejé en claro que no era nada serio.

Esbocé una gran sonrisa.

—Que coincidencia, ¡justo como lo nuestro! —dije con fingida emoción.

—Eso no es verdad. Tú fuiste mi relación más duradera y seria —dijo con todo el descaro y no pude evitar reírme.

Era demasiado divertido escucharlo. Me preguntaba si él no se daba cuenta de que yo no era la estúpida que le hice creer que era. ¿Qué cosa podía hacer para que por fin lo entendiera? ¿Aparecer en su habitación en la noche y ponerle un cuchillo en el cuello después de inyectar un inmovilizante funcionaría?

—Mierda. Vienen en esta dirección —dijo alarmado—. Dame tu mano.

—¿Qué? ¿No dijiste que no era nada serio? —cuestioné divertida.

—Es mejor presumir de tu compañía —dijo tomando nuevamente mi mano izquierda y esta vez no puse resistencia.

La situación era demasiado cómica.

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