16. Traición

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Alexander despertó dos horas después de que llegamos a la casa

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Alexander despertó dos horas después de que llegamos a la casa. Al principio estaba confundido, observando la habitación en silencio, pero cuando su mente procesó lo que había sucedido las últimas horas, se levantó casi de un salto.

Su mirada se cruzó con la mía, lleno de inquietud.

—¿Melissa?

—Alexander —saludé, tratando de mantener un tono y una expresión neutral.

Volvió a mirar a su alrededor.

—¿Qué pasó? —¿Qué hiciste?, cuestionaban sus ojos.

Quise sonreír, porque no se trataba de lo que pasó, sino de lo que estuve a punto de hacer y lo que iba a hacer si no conseguía el control de los casinos antes de que mi familia se enterase.

Los Matheson son posesivos con sus pertenencias desde tiempos inmemoriales. Y si a los más viejos les llegaba el rumor de que yo, la hija de Henry Matheson, quien llevó a la cima a su familia hacía años, había dejado que me la robaran... así mismo me iban a robar mi titulo. Me lo quitarían y se lo darían a otro Matheson. No tenía la misma autoridad que mi padre tenía y el respeto se perdió sólo porque era la hija de Carrie Strong, así que la oportunidad de quitarme lo que me correspondía no la iban a desaprovechar.

Y una heredera sin legado que reclamar en el mundo de la mafia no era más que un insecto al que aplastar, aunque pusiera resistencia.

No me importaba que quisieran matarme, muchos lo habían intentado desde que había cumplido los dieciocho y habían fallado, pero si yo perdía el control, mi venganza contra Johnston estaría difícil. No iba a matarlo como una traidora, era demasiado simple... iba a matarlo con todo el apoyo que me fuera necesario.

Pero Alexander Lawrence y su maldita familia estaban poniendo en riesgo esa situación.

—¿Lo sabías? —pregunté suavemente.

Negó con la cabeza.

—No tenía idea. ¿Dónde está mi familia? —No parecía inquieto por el paradero de ellos, sino por lo que yo fuera capaz de hacerles.

Suspiré.

—Están lejos. Estamos... —No me dejó terminar, ya estaba saliendo de la habitación.

Salí detrás de él, mirando como se confundía entrando a la cocina de la casa. Estábamos en una cabaña rústica, y muy pequeña. Sólo había una habitación, en la sala de estar tenía una chimenea y unos sofás, pero no era amplio, con facilidad llegabas a la cocina o al pasillo de regreso hacia la habitación. Y eso era todo. Además de las tres ventanas y la puerta.

Alexander pareció aliviado al ver la puerta.

—¡No salgas! —advertí— No puedes ir a ningún lado. Estamos en una montaña y es probable que te pierdas.

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