28. Cautiva

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El primer día guardé silencio

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El primer día guardé silencio.

Matteo me encerró en el sótano de una casa. Me hizo preguntas extrañas y obvias, lo que me indicó sus primeras intenciones. Quería entrar en mi cabeza, pero no usaría la fuerza. No me lastimaría físicamente, me haría perder la cordura.

¿Cómo me llamaba? ¿Dónde vivía? ¿Cómo se llamaban mis padres?

Las repitió todo el día con un tono de voz tranquilo y aterciopelado. El vivo sonido de la manipulación. Yo lo conocía bien, pues lo había empleado en ocasiones y últimamente se me estaba haciendo costumbre.

Sin haber desayunado, ni almorzado, con dolor de cabeza y calambres porque estaba atada a una silla frente a una lámpara de luz blanca, una mesa con un reloj bullicioso a cada segundo, casi estuve a punto de ceder de inmediato y responder una de las preguntas sólo para que se callase.

Y él pareció darse cuenta porque hizo una pregunta que me pilló desprevenida.

«¿Tienes una hermana?»

Tan confundida como estaba, quise responder que sí, pero mi sangre se enfrió al darme cuenta.

Lo fulminé con la mirada y apreté los dientes.

Estaba más enojada que cansada. Me negué a decir alguna cosa.

Casi pude imaginar su sonrisa, era palpable en el ambiente. Lo que era también una locura porque ese hombre tampoco sonreía. Deseé golpear mi cabeza para que él se callara de una buena vez. ¿No tenía trabajo que hacer?

Terminó con su tontería a la medianoche. Sólo pude escuchar el chirrido de una puerta abrirse y cerrarse. Mis ojos pesaban demasiado, pero me negué a cerrarlos.

Miré el reloj frente a mí hasta que dieron las seis de la mañana y él apareció. Apagó la luz de la lámpara, dándome por fin la cara. Su rostro tenía una expresión suavizada como si le preocupara cómo me encontraba. La viva imagen de un manipulador.

Voy a negar esto toda mi vida, pero la verdad es que reconocí esa expresión y quise echarme a llorar ahí mismo. En su lugar le dediqué mi mirada más desdeñosa posible.

—Voy a desatarte para que estires las piernas. No intentes nada brusco porque podrías hacerte daño y nadie quiere eso.

Hizo exactamente eso. Aunque deseé patearlo, decidí serenarme. Yo no era de las que se dejaban dominar por sus emociones y él debía saberlo. Si planeaba meterse en mi cabeza, tenía que entender que no le sería fácil.

Acaricié mis muñecas, observándolo con cansancio. Relamí mis labios y con voz ronca cuestioné:

—¿Qué es lo que quieres?

Una oscura diversión bailó en sus ojos ámbar.

—¿De la vida? Muchas cosas. ¿De ti? Dos cosas. —Fruncí el ceño—. La primera de ellas, ya la averiguaste anoche. Y la segunda la conocerás cuando te deje libre.

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