Capítulo XXVIII

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Ciudad de México

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Ciudad de México. 3 meses atrás.

Otra vez subido a un avión. Pero ahora le esperaba un viaje largo, con doce horas de vuelo. Se acomodó en su asiento y se dispuso a experimentar esa adrenalina del despegue que tanto le gustaba. Cerró sus ojos y su cabeza se llenó de imágenes, de momentos.

En los pocos días que estuvo en México prácticamente ni vio a su padre. Después de la charla en la oficina cenaron juntos y se fue a su casa de Acapulco con su mujer y sus hijos dejándolo solo. En el fondo, para Marcos era mejor así. Necesitaba de esa soledad para pensar, para que todo lo sucedido en los últimos días se asentara en su cabeza. Se contactó con un amigo de su infancia que vivía hace años en Barcelona, para avisarle que viajaría. Mantenían la amistad a distancia, por lo que su amigo se puso muy contento al saber del viaje. Quedaron en que lo pasaría a buscar al aeropuerto y se quedaría algunos días en su casa para conocer un poco de la ciudad y luego lo ayudaría a instalarse en su apartamento.

Por suerte, su padre tenía un apartamento vacío en el barrio de Gracia para usar cuando viajaba a visitar su empresa. Marcos podría instalarse ahí sin problemas. Era un departamento chico, pero para él solo estaba perfecto. Todo el edificio era de la constructora de su padre. Podría elegir entre los apartamentos desocupados. Pero no quería algo más grande. Los beneficios del trabajo incansable de su padre, de tantos viajes, de tanta soledad.

Le contó a su amigo Alejandro un poco de lo que había pasado con Vanesa, todavía sentía el aguijón clavado en su pecho. Desde que salió de Colombia no había vuelto a hablarle. Los primeros días ella lo llamó insistentemente y supo por su madre que pasó por su casa a buscarlo. Marcos nunca contestó, no se sentía preparado para hablarle. A la semana, ya no llamó más. «Poco le costó superarme», pensó Marcos, mientras veía en su Instagram fotos de salidas con amigas y con su «amigo». Las fotos con él ya no aparecían, años de pareja borrados en segundos. Para Marcos la cosa era distinta, se sentía traicionado. Tenía miedo de no poder volver a enamorarse, de no confiar nunca más en nadie.

—Aquí te olvidas de todo, parcero —le dijo Alejandro del otro lado de la línea—. En cuanto llegue nos vamos de rumba. Tengo varias amigas para presentarle. Tiene que salir, divertirse, y así va a pasar. Se lo aseguro.

El día anterior a subir al avión se fue a visitar los cuadros de Diego Rivera al Palacio Nacional, como siempre había querido. Estaba cansado de no poder disfrutar ni conocer nada de la ciudad. Siempre que iba a ver a su padre no hacía otra cosa que el camino del aeropuerto a la casa. Pero esta vez iba a ser distinto. Desde ahora su vida iba a ser diferente. Por primera vez, iba a seguir sus deseos sin importar nada más, iba a ser auténtico, a mostrar su sensibilidad sin inhibiciones.

Al llegar al palacio sus ojos se llenaron de colores y de historia. Diego Rivera había tardado veinte años en pintar los muros del Palacio Nacional con un recorrido de la historia de México, desde la época prehispánica a la moderna. Se sintió realmente bien después de semanas. Se dejó envolver por el auge de la cultura tolteca y los campesinos de la revolución. Una guía lo acompañó en el recorrido, contándole un poco de la historia del mural de doscientos setenta y seis metros cuadrados mientras le sonreía descaradamente. Marcos se dejó seducir, necesitaba que su corazón dolido dejará de pensar un poco. Conversaron sobre la relación de Diego y Frida, sobre las infidelidades de él y el amor incondicional de ella. Y quedaron en tomar un tequila al terminar su turno en el Palacio. Fue su primera vez en la cama con otra mujer que no fuera Vanesa. No se sintió mal, pero tampoco del todo bien. Había algo de venganza en lo que hacía, mucho cuerpo y poco corazón. Fue extraño besar otros labios, acariciar otro cuerpo. Lo hizo con necesidad y urgencia, y sintió soledad al volver a su casa, una especie de vacío. Le gustaba el sexo como a cualquiera, pero él necesitaba algo más, una conexión. Por eso sus amigos le decían que era siempre muy sentimental.

Una turbulencia sacudió el avión sacándolo de sus pensamientos. Faltaba poco para aterrizar, por lo que debía abrocharse el cinturón y prepararse. Sintió un vértigo en su estómago, pero esta vez no era el que le producía la bajada del avión, sino la adrenalina de lo nuevo. Una nueva ciudad, un nuevo trabajo, un nuevo comienzo.

—¡Bienvenido parcero! —gritó Alejandro mientras corría a ayudar a Marcos con las valijas. No había traído mucho, solo lo necesario y sus pertenencias más queridas: algo de ropa, su skate y muchos libros.

Subieron al auto de Alejandro y fueron charlando sobre la ciudad hasta su casa. Marcos se sentía agotado por el viaje y por lo poco que había dormido la noche anterior. Quería llegar, darse una ducha y acostarse a dormir. Pero con la emoción de su amigo fue imposible.

Los cuatro días que estuvo en su casa fueron un desfile de mujeres, alcohol y fiesta. Por lo que al quinto, Marcos quiso prácticamente huir a su apartamento. No era que la estuviera pasando mal, le hizo bien distenderse con su amigo. Pero necesitaba asentarse en su casa, presentarse en la empresa y empezar con su vida.

Al llegar al edificio le encantó la ubicación, la vista de la plaza y el barrio. Alejandro le ayudó a desembalar las cosas y a empezar a acomodarlas, trasladando las valijas del auto hacia el ascensor y luego al piso.

—Parece que tienes una mamacita de vecina —exclamó Alejandro tirándose en el sofá luego de dejar la valija—. Me la crucé en el ascensor.

—No la vi —contestó Marcos acomodando los libros que iba sacando de la valija junto a otros que había en una biblioteca—. Nunca te pierdes esas cosas.

—Ya la verás porque la vi entrar en el apartamento de enfrente. —Sonrió Alejandro guiñándole un ojo.

 —Sonrió Alejandro guiñándole un ojo

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El gato de mi vecinaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora