XLVI. Hogar

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Jessica

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Jessica

-Jess, ¿puedes dejar de comerte los pasteles? -preguntó Max a mi lado, desde el asiento de conductor. Estaba sonriendo, aunque sabía que su petición iba en serio. Yo, por mi parte, comía uno de los pasteles rellenos de crema pastelera que, supuestamente, habíamos comprado para su madre y su hermana. Estábamos en el coche, de camino a su casa en Holanda, y los nervios habían conseguido que comiese casi la mitad de pastelitos que habíamos comprado nada más salir del aeropuerto.

-Tengo mucha hambre, y nervios -aclaré mientras acababa el último pedazo que tenía en la mano, y cerré la cajita de cartón para evitar más tentaciones. Mis antojos últimamente se habían basado en chucherías y todo lo relacionado con repostería, y empezaba a temer por mi propio cuerpo.

-Ya, pero los compramos para mi madre -sonrió fijando la vista en la carretera.

-Bueno, pero solo he comido un par -traté de excusarme, aunque yo misma sabía que era una mentira tan grande como un templo. Había comido más de un par, estaba segura. Y también más de tres o cuatro, pero era superior a mis fuerzas. Era incapaz de controlarme.

-Jess, llevas seis -respondió sonriendo, mirándome durante solo un par de segundos, para volver a dirigir su vista a la carretera. -En serio, para. Vas a ponerte mala -lo sabía. Lo sabía perfectamente, pero era un hambre incontrolable. -Nos va a salir el niño diabético.

-Muy gracioso, Maxi -respondí utilizando aquel apodo que él tanto detestaba. Lo hacía a menudo cuando quería tocarme las narices y yo necesitaba sacarlo un poquito de sus casillas. Me giré levemente, dejando la caja de pasteles en el asiento trasero, para evitar más tentaciones. -Y dime, ¿Cómo es tu madre? -pregunté algo impaciente. No sabía cuánto quedaba de trayecto, pero Max había dicho hacía diez minutos que quedaba poco, y mis nervios no hacían más que aumentar.

-Totalmente diferente a mi padre -respondió reposando uno de sus codos en la ventanilla bajada. Estábamos en lo que parecía ser el medio de la nada, en medio de las montañas. Si aquel era el lugar donde vivía su madre, estaría más que encantada de quedarme allí unos cuantos días.

-Me sirve -contesté sonriendo. Trataba de poner un toque de humor a la situación y, de este modo, tratar de olvidar la nefasta experiencia. -Ahora en serio, ¿Cómo es? -incidí una vez más. Necesitaba saber algo de ella, básicamente para poder quedarme tranquila.

-Pues... no sé. Es alegre, comprensiva, cariñosa... y se muere por conoceros -dijo volviendo a poner la mano en el volante para, con la otra, pasarla por la tripa. Esos últimos días me sentía como un buda; todo dios me tocaba la barriga y yo tenía que poner buena cara, aunque con Max me salía de manera natural. -En serio, Jess. Estoy seguro de que va a salir bien -aseguró girando hacia la derecha, y frente a nosotros se presentó una casa enorme de color salmón. Se trataba de un terreno amplio en el que había un camino de piedra que daba a la vivienda. -Ya estamos aquí -anunció con un tono de voz que demostraba su alegría por volver a casa.

Dangerous game | Max VerstappenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora