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Millicent no podía distinguir si su dolor era por un posible nerviosismo por la llegada de los dioses o tal vez por haber perdido de vista a Azael, que según ella no sentía de regreso. Sus mejillas se habían acalorado ante el recuerdo del hombre en sus sueños, cuando eso era un pecado para cualquier mujer que estaba comprometida a otro hombre. Tanto su inocencia como sus ganas de seguir con aquella mentira, estaban al borde de un precipicio, de alguna u otra manera el sueño le había puesto la piel de gallina.

Se pasaba por los pasillos del castillo, tan grandes como para perderse entre ellos, para hogares entre tanta soledad. Sus pensamientos en ese momentos pensaban en lo que hacía a su corazón palpitar con fuerza: el, el, el, el, el. Una obsesión dirían los demás, pero lo único que le daban ganas de seguir era poder ver su rostro, sentir su aroma y escuchar su voz. Las hojas de su diario solo estaban llenas de su nombre y su recuerdo grabado en lo profundo de su ser.

Una vez al entrar al comedor, se sentó al lado de su padre como cada mañana, pero un extraño silencio apareció sobre las paredes, no veía a Azael por ninguna silla de la extensa mesa. No había notado su cabello rubio en su transcurrido para desayunar, y ahora que ni siquiera podía oler su pequeño aroma a lavanda, la preocupación subía su presión.

- Majestad, disculpe por la molestia, pero me parece extraño no ver a Azael en ningún extremo del castillo - Exclamó la princesa, mirando a su padre.

- Yo tampoco, no se encontraba en sus aposentos cuando fueron a avisarle que la comida estaba lista - Añadió la reina, observando a su esposo por el rabillo del ojo.

- Está solucionando algunos inconvenientes que ha ocurrido con el consejo por la madrugada, la economía se ha complicado un poco las últimas semanas en el pueblo. Así que él será el encargado de encontrar una solución mientras yo me encargo de otro tema - Explicó el rey, su mirada viajando a las dos mujeres presentes.

- Me sorprende que mi madre no se haya encargado de ese tema, o por lo menos yo. En realidad, ni siquiera me has presentado ante ellos, seré la gobernante de este reino en algún momento de mi vida, y al menos necesito saber quienes serán las personas que me acompañaran en esos instantes - Dijo Millicent.

- Tal vez puedas estar en algunas reuniones importantes para saber la administración del reino, pero solo en cuestiones importantes. No deseo que pierdas tu tiempo en cuestiones que no son las apropiadas para ti, pero aun así tu presencia siempre va a ser requerida en ese tipo de cosas - Stefan se acomodo sobre su asiento - Aunque, es mejor que te enfoques mejor en los preparativos de tu boda.

El apetito de la princesa Millicent fue disminuyendo poco a poco cuando los minutos seguían pasando y él no cruzaba la puerta, pero para no dar sospechas decidió comenzar a comer. Aquel silencio entre sus padres era algo a lo que estaba acostumbrada desde su niñez, los reyes jamás demostraron un amor hacia el otro, al menos no frente a su hija. No podía hacer especulaciones incoherentes acerca de la relación que tenía entre ellos, no aparecía un brillo característico sobre sus ojos cada vez que sus miradas se encontraban, ni siquiera ella podía recordar cuándo fue la última vez que su padre le regaló una flor a su madre. Jamás preguntó quién se enamoró primero, si el matrimonio fue un acto para unir una fuerza entre ambos, o solo porque Stefan necesitaba herederos.

Al terminar su té, ella se limpió con una servilleta y se levantó de su silla. Tal vez podía perderse entre sus criadas, rodearia el castillo para no ser vista y empezar a buscarlo. Hizo exactamente aquello en un par de minutos, para ella era algo normal el tipo de protección hacia ella, siempre había gente a su alrededor en cualquier instante de su vida: al despertarse, bañarse, respirar, dormir o siquiera vivir. Todas las personas que se adentraban al castillo tenían un cierto brillo al verlo, no podía saber con exactitud si se trataba de respeto o algún tipo de morbo a su apariencia, ella conocía muy bien lo que la gente pensaba, lo que los lords susurraban a sus espaldas mientras le daban reverencias a su título. Reconocía muy bien cada rostro de los lords que llegaban para dejar un beso sobre su rostro y quedarse en silencio cada vez que ella respiraba cerca de ellos, las voces de las duquesas al pasar por los pasillos o la forma en la que la miraban en cada uno de los bailes del año, sus ojos apuñalandola levemente al verla sentada sobre su trono, al lado del rey.

No tardó mucho más tiempo, los golpes de sus zapatos contra la madera vieja del suelo eran algo ruidosos para poder llamar la atención de cualquier caballero militar en unos segundos, se colocó frente a la puerta de los aposentos, quedándose quieta un momento para luego empezar a llamar.

Nada.

- Azael, soy yo. ¿Puedo pasar? - preguntó la princesa, si alguien más la viera pedir entrar en simple manera de solo hacerlo, se quedaría en shock. Al no recibir alguna respuesta, decidió simplemente adentrarse de una vez.

Los aposentos del joven general eran algo más pequeños que los de ella, pero eso no era algo de suma importancia con lo bello que estaba construido, la madera de roble sobre sus paredes era lo primero que llamaria la atención de cualquier individuo que fuera testigo, una cama de dos plazas estaba en el medio, sus sábanas de un color blanco y un escritorio en uno de los costados. Su mirada estaba puesta en unos pequeños papeles, no tenía un título concreto, pero desde lo lejos podía darse cuenta que era la letra de Azael, la curiosidad estaba apareciendo, lo leería y nadie se daría cuenta de que estaba aquí, ni siquiera él. Se sentó y comenzó a leer, jamás pensó que tuviera algún tipo de habilidad para la poesía, estaba impresionada con las palabras declaratorias de un amor hacia una mujer, pero no a cualquiera.

Sus ojos se llenaron de lágrimas, aquella carta era para ella, por la persona que le robaba el aliento, sentía su corazón bailar de la felicidad, siempre estaban aquellas ganas de decírselo y ver su reacción. Una gran sonrisa apareció entre sus labios, para ella era un sueño hecho realidad, que a él le estuviera sucediendo exactamente lo mismo que a ella era lo que siempre había deseado. No quería despertar, porque cuando su mente le hizo recordar que no seria feliz con él le hizo apagar su sonrisa, su corazón dejó de bailar para caer en la cruda realidad, de que eso solo era eso, un sueño, del que debía despertar y irse con alguien mas, que no le robaba su aliento.

𝐂𝐎𝐑𝐎𝐍𝐀 𝐇𝐄𝐂𝐇𝐈𝒁𝐀𝐃𝐀Donde viven las historias. Descúbrelo ahora