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Veía como las manecillas del reloj se movían, pude oír el sonido de cada movimiento, y no sabía cuándo pararía, me aterraba que se detuviera.
Mi mano acariciaba su cabeza pero me detuve cuando mechones de su azabache cabello quedaron enredados en mis dedos al alejar mi mano. Mierda. No debía llorar ni mostrar cuanto me jodia verlo así, enfermo, porque él necesitaba ver que yo creía que él lograría salir adelante, aunque a veces, pensaba que, él se iría. Lo cubría con una pequeña sábana amarilla mientras él tenía recargada su cabeza en mi regazo, tratando de darle calma después de una dura quimioterapia donde sólo lloraba del dolor por los piquetes, vomitando, y suplicando que era suficiente.
Una vez me dijo que estaba tan cansado, que aceptaba irse al cielo con su mamá si sólo así ya podría correr sobre las nubes.
— Es lindo como hay luz en la oscuridad, papá.— Señala el televisor.— Cómo las luciérnagas iluminan un jardín oscuro, jamás he visto una. Son muy bonitas como para estar en un lugar tan ruidoso como la ciudad.
Sus ojos cansados me miran y solamente le sonreí evitando que temblaran mis labios.
— Pueden ir a donde quieran.— Murmura.— Me gustaría ser una luciérnaga.
— Tú también podrás ir a donde quieras, hay tantos lugares bellos que necesitan ser pintados por ti.— Contesté en murmuro acariciando sus mejillas.— Porque mi hijo es talentoso al igual que su madre.
Megumi no me sonríe, se limita a asentir con la cabeza y se abraza a sí mismo.
— ¿Crees que mamá siga pintando en el cielo?.
La brutalidad y la cruda de su inocencia me arrebata palabras de mi boca. Me mira deseoso de una respuesta, sus pestañas humedecidas por anteriores lágrimas revolotean y yo sólo trato de evitar quebrarme.
