Frank Castle amaba a su esposa.
Amaba la forma en la que lo besaba cada mañana, sus vestidos cortos donde podía apreciar sus largas y tersas piernas, su risa escandalosa, la sonrisa tranquilizadora que le dirigía cada vez que tenía un problema, incluso la mirada acusadora que le dedicaba cuando hacía cualquier cosa que no le agradaba.
Y por su puesto que amaba a sus hijos. No podía esperar a llegar a casa para levantar a la no tan pequeña Lisa y darle vueltas por los aires y jugar con Frank Jr como solían hacer antes de la guerra.
Oh, la guerra que al fin había terminado para él.
— Frank — un hombre conocido se sentó a su lado, arrastrando las palabras y dejando un rastro de aliento alcohólico en su oído.
— ¿Qué quieres, Billy? — no se movió, ni en ese momento ni cuando el hombre se inclinó aún más hacia él, dejando caer su cabeza sobre su hombro.
— ¿Listo para volver a casa? — no respondió — con tu mujer... -- dijo mientras trazaba círculos con su dedo sobre su muslo.
— ¿Hay algo que quieras decirme? — dijo directamente, intentando controlarse cuando su amigo comenzó a besar su cuello.
— Quizás — comenzó a pasar su mano por su cintura, justo por el borde de su camisa, mientras mordisqueaba su lóbulo — quizás podrías darme una última noche.
— Hoy no, Billy. Ya no — decía a pesar de que inconscientemente rodaba su cuello para dejarle más espacio al otro, para que pudiera besar y morder todo lo que quisiera.
— Frank, vamos, es una despedida — su mano comenzaba a descender por su costado hasta tocar la piel debajo de su pantalón, mientras trazaba círculos en su cadera con suavidad.
A pesar de que su cuerpo respondía, ese día en particular no se sentía correcto. No como los meses anteriores cuando se había convencido de que estaba bien, pues a su esposa no le podía hacer daño aquello que no sabía.
Por lo que, con suavidad, alejó la mano de su amigo y fingió no ver la expresión dolida en su rostro.
— Ya no — le dio un último apretón en el hombro antes de levantarse y mirar a su alrededor.
Soldados borrachos cabeceando sobre las mesas, bailando con otros con botellas entre las manos, besando mujeres que sin duda no eran sus esposas que los esperaban en casa, otros haciendo otras cosas en las esquinas con sus compañeros donde creían que nadie podía verlos, jugando billar, riendo o llorando en silencio.
Nadie le pondría atención si desaparecía junto a Russo, como había hecho tantas veces.
A nadie le importaba más que a él.
— Ve a preguntarle a Dex, él podría estar interesado — fue lo último que dijo antes de tomar su abrigo.
— Mándale mis saludos a María — fue lo último que le dijo, mientras le daba otro sorbo a su cerveza.
Se alejó con una pequeña presión en el corazón, y antes de cerrar la puerta pudo escuchar a Russo gritar el nombre de Dex desde algún lugar, aún con su tono borracho y no pudo hacer más que sonreír.