Frank Castle tuvo muchos trabajos en su vida, pero había uno que quizás, por primera vez en su vida, le trajo más satisfacción que cualquier otro.
Y es que, hizo de todo, desde soldado a albañil, pasando por una cafetería, alguna vez también tuvo un trabajo en una tienda que duró apenas un par de días, secretario, bar tender, contador, entre muchos más. Pero a él le gustaban los trabajos físicos, por lo que ser pescador en una época en la que estaba sin dinero le vino como anillo al dedo.
El mar no era precisamente su lugar favorito, pero tampoco le desagradaba del todo.
Así que en eso consistían ahora sus días y noches, aunque había sido advertido de los peligros del mar, de las criaturas extrañas que salían de las profundidades, de sirenas y tritones, de calamares gigantes y animales extraños.
A él no le importaba, no creía en esas cosas, aunque sin duda el mar era más peligroso de noche, por razones que tenían más que ver con la luna y la gravedad, pero no pensaba decir eso a menos de que quisiera ser despedido.
En fin, necesitaba el dinero de las horas extras, y eso significaba pescar en la noche.
Era un sitio solitario y frío, aunque pudiera parecer lo contrario a pleno día, y ya llevaba varias horas paseando en la pequeña lancha sin mucho éxito, dando vueltas en círculos, sin poder atrapar más que el reflejo de las estrellas en el agua.
Ahora, Lisa le había pedido que le llevara una estrella de Mar, siempre pedía lo mismo y nunca lo cumplía, ya que siempre lo olvidaba.
Pero ese día, no sabría describir lo que sucedió con ese día.
Podría no tener mucha experiencia, pero era bien sabido que la marea tiende a subir por las noches, que los peces duermen en el fondo del mar y que en las noches de luna llena no eran buenas para pescar, que las olas no deberían estar tranquilas porque era un mal augurio o que la época de lluvias no era la ideal para su trabajo.
Pero esa noche de octubre, claro, en temporada de lluvias, con luna llena y la noche más hermosa, todo estaba mal. Los peces nadaban despavoridos, sin detenerse a siquiera mirar su carnada, las olas estaban tranquilas y la marea era tan baja que una de las dunas que se escondían debajo del agua salía a resplandecer.
Y entonces vio, sobre la duna, entre basura que dejaban los humanos, algas y algunas otras cosas que el mar arrastra desde la costa. Una estrella. No el reflejo del cielo, no era uno de esos espejos que la gente suele vender como recuerdo de la playa. Una verdadera estrella de mar que resplandecía, muy probablemente muerta por el aire al que no estaba acostumbrada; parecía brillar con la luz de la luna y solo pudo pensar en que por fin podría hacer feliz a su pequeña.
Así que, ilusamente, se apresuró a bajar de su pequeña embarcación y caminó cuidadosamente por la arena mojada sobre la duna, rezando para que la marea no subiera en ese mismo instante.
No lo hizo, pero tampoco alcanzó a tocar la estrella cuando escuchó el ruido de unos chapoteos a su lado.
Tal vez debió cargar su arma ese día, al menos se sentiría más seguro y se vería más amenazante después del brinco que pegó hacia atrás.
— ¿Quién carajos eres tú? — había un hombre allí, o al menos eso quería creer, pues las leyendas e historias estaban comenzando a afectar su visión y se negaba a creerlo.
Afortunadamente, no era lo que se estaba imaginando y cuando el hombre se puso de pie, el pequeño susto en su corazón desapareció. Pero la preocupación comenzó a inundarle.
No debería haber nadie más allí, y menos alguien como él, ese hombre debería estar en un museo.
Y no lo decía exactamente por los músculos de su cuerpo que lo hacían parecer una de esas esculturas griegas, arrolladoramente atractivo, escurriendo agua por todo su cuerpo, con el cabello rojo húmedo como si simplemente hubiera salido de bañarse, y quizás lo hacía, ¿pero quién en su sano juicio nadaba vestido con oro? Porque estaba bastante seguro de que eso era.