Frank supo que estaba condenado a arder en el infierno desde que tenía poco más de seis años y robó uno de los colores de sus compañeros en la escuela y después escuchó que alguien dijo que los ladrones irían al infierno si no se arrepentían.
Frank estaba tan avergonzado que simplemente se guardó su condena.
No había sido algo en lo que hubiera pensado mucho durante su vida.
Aquel Frank. No. Francis, ese niño inocente que decidió quedarse el color azul, había quedado sepultado bajo cientos de capas de otros pecados, cada uno más grande que el otro.
No necesitó de un juicio, pues sabía perfectamente cuál era su destino. Aunque le habría encantado tener uno solo para poder pedir un abogado y tal vez, solo tal vez, tener la fortuna de que hubiera sido su abogado.
No mentiría al decir que estaba un poco decepcionado al no ser asignado a un castigo específico por sus pecados. Dante había estado tan equivocado.
El infierno no eran círculos fijos a los que se estaba atado durante toda la eternidad, con castigos generales, porque al final todos habían cometido más de un pecado, ¿no?
El infierno era frío y apestaba a muerte. Tenía un hedor particular a desesperación y sufrimiento. Si en su vida solo había dolor en ese lugar, todo parecía potencializarse. Ni siquiera sabía cómo es que un alma llegaba a tales puntos.
Con sus ropas roídas, el rostro demacrado como si no hubiera comido nada en días, lo cual era cierto porque ya no necesitaba comer, con un olor a putrefacción que le hacía recordar a sus días más oscuros en la guerra.
No podía evitar preguntarse cuánto tiempo tendría que pasar hasta que llegara a ese punto.
María y sus hijos debían estar en el cielo y eso es lo único que lo consolaba. El saber que al menos él habría hecho que eso valiera la pena cuando aún estaba en vida.
Por el momento solo caminaba, vagando con la nariz arrugada, preguntándose si él mismo olía así. En cualquier momento se convertiría en uno de esos zombis de almas si seguía así, pero tal vez ese era el atractivo. Martirizarse con cada pecado que había cometido en su vida, pero ya eran tantos que ni siquiera podía recordarlos todos.
Ni siquiera recordaba si estaba bautizado, pero lo suponía si logró casarse por la iglesia. Aun así, no lograría ver a Dios aunque lo intentara. Toda la ira y tristeza que consumía su alma desde adentro aún podía sentirla en su pecho. Ni siquiera recordaba si creía en Dios, pero debió hacerlo porque podía sentir las llamas a su alrededor y eran tan reales y dolorosas como sus recuerdos. Podía sentir la condena por todas aquellas veces que le mintió a María en sus cartas, diciendo que la extrañaba, que pronto volvería a casa y sobre todo, que la amaba. No podía amar más. La traicionó. Y por eso ahora lucharía contra gigantes y el mismísimo Lucifer.
Pero después de bastante tiempo de vagar por sus pecados, llegó a la tormenta de la lujuria.
Donde no era apedreado, sino recibido con besos y caricias, remontándolo a los yerros de su juventud. Casi podía ver a un Francis joven masturbándose en casa con una revista de gimnasio, con cuidado de no ser atrapado.
Era una vida que ya parecía lejana y que se desvanecía entre los suaves toques de los desconocidos a su alrededor.
El olor a sudor era mayor a la putrefacción, no había gemidos de dolor, sino de placer y había sonrisas y jadeos desesperados, sonidos de pieles chocando, lenguas y humedad en todas partes.
Llovía, había rayos que caían peligrosamente cerca de las personas, pero al parecer las descargas eléctricas no provocaban el efecto que deberían.
Los cuerpos desnudos se movían al compás y podía ver de todo. Hombres, mujeres y todo lo que había en medio se divertían tanto que por un momento había olvidado dónde estaba.