Mi madre ♥

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Aún recuerdo el día que me pillaron robando. Tendría ocho, quizá nueve años, y era uno de esos supermercados pequeños, de barrio, en que se ven todos los pasillos desde la caja.

En la sección de papelería había una goma roja con forma de corazón que había llamado mi atención. No pude resistirme.

Una de las cajeras se acercó a mi y me dijo que le enseñara de inmediato lo que había cogido, que me había visto. Sin siquiera mirarla a los ojos, le devolví la goma y salí a la carrera.

El miedo es como lo recuerdo ese día. El corazón se acelera, y un ruido ensordecedor sube desde el pecho hasta los oídos y te impide oír tus propias palabras. De repente, todo resulta tan real que parece falso. Me acuerdo de cada detalle de ese momento. La cajera llevaba una falda roja oscura y mocasines negros. Junto a las gomas con forma de corazón había unos estuches de tela azul. La gente que hacía cola en la caja se volvió para mirarme. Salí corriendo de la tienda con el corazón en un puño. El trayecto a casa, el miedo se transformó en vergüenza y decidí que jamás se lo contaría a nadie.

Cuando le dijeron a mi madre que tenía un cáncer en los riñones, el miedo se presentó tan puntual como aquella vez: me apretó la garganta, se mezcló con mi sangre, y al llegar al corazón lo desgarró. Tenía treinta y siete años, se llamaba Anna. Murió dos años después.

Ahora sé que no hay peor pesadilla que vivir atenazado por el miedo, tal como vivió ella todo ese tiempo, pensando en la muerte un día tras otro, hora tras hora. Se acostumbró a mantener encendida toda la noche la lamparita que había sobre su mesilla y a no cerrar los postigos bajo ningún concepto. Empezó a decir que nuestra casa era oscura, que por las ventanas no entraba bastante luz. Emprendió su batalla contra la oscuridad ordenando que quitasen las cortinas de la sala, y justo ella, que tanto había amado la noche, comenzó a odiarla.

La mía nunca fue una familia tradicional, de padre, madre, hermanas y hermanos. Mi única familia eran mi madre y mi abuela. Mi abuelo murió cuando yo era todavía muy pequeña y no llegué a conocer a mi padre, que se marchó cuando mi madre se quedó embarazada. Ahora quedamos sólo dos y pensar en el futuro me asusta.

Entre las cosas que conservo de mi infancia está el vídeo que mi abuelo grabó el día de mi tercer cumpleaños, cuando celebramos también la licenciatura en Letras de mi madre.

Lo guardo en la librería de mi dormitorio. Tras su muerte, lo he visto un montón de veces. En cierto momento, cuando estoy apunto de soplar las velitas, se ve a mi madre a mi espalda y en la mesa que hay justo delante de nosotras una tarta enorme. Yo estoy de pie sobre la silla y ella me sujeta de la cintura. Me dice algo al oído, una de esas cosas que se dicen a los niños, del tipo <<Mira que tarta tan bonita>>; el sonido es pésimo, no se oye nada y, por desgracia, no tiene remedio, al menos eso me dijo el técnico de la tienda a donde lo llevé. Yo alzo una mano y le toco la mejilla a la vez que miro fijamente la tarta que tengo delante. Sé que puede parecer imposible, pero recuerdo aquel momento. Cada vez que me veo en el vídeo pienso invariablemente lo mismo: que el tiempo no ha pasado, que sigo estando allí con la voz de mi madre acariciándome la mejilla. Y es, lo único que deseo. Volver al pasado. Detener el tiempo.

Después de darle el diagnóstico la operaron de urgencia y de inmediato empezó a someterse a terapia, pese a que todos los médicos que la visitaron y leyeron su historial clínico aseguraron que no había esperanza, que le quedaba muy poco tiempo de vida. Nadie sabía cuánto, algunos dijeron que meses, otros dijeron nada. En cualquier caso, continuaron con el tratamiento, porque aún era muy joven. Mi madre quiso ser consciente de todo desde el principio, y cuando todos fuimos conscientes, fue como estar subiendo a una montaña rusa sin saber cuanto podía durar la carrera. Como si alguien te agarrara del corazón.

La lluvia en tu habitación *Paola Predicatori*Donde viven las historias. Descúbrelo ahora